En 2010 Rowan Joffe (si, el hijo del gran Roland Joffe) se atrevió a debutar en el largometraje en pantalla grande, tras una breve experiencia en la televisión, con un remake de uno de los grandes clásicos del cine negro británico: Brighton Rock de los hermanos Boulting, quizás la obra que marca el comienzo del noir puramente británico, alejado de las pautas que marcaban las grandes producciones noir de clase A y serie B americana. Me atrevo a sentenciar que el cine negro británico es uno de los grandes desconocidos, ya que títulos de la talla de Me hicieron un fugitivo de Alberto Cavalcanti, Ruta infernal de Cy Endfield, Nowhere to go de Seth Holt o Hell is a city de Val Guest pasan prácticamente desapercibidos entre el gran público. El cine noir puramente británico ostenta como elemento característico el hecho de apoyarse en una trama de suspense negra (gangsteril en gran parte de los casos) para elaborar una radiografía de la sociedad de la época, siendo el hecho social una singularidad que dota de personalidad propia a estas magníficas producciones. Recordemos, para poner un ejemplo, los casos de El tercer hombre y Larga es la noche de Carol Reed o esa obra maestra que realizó en Gran Bretaña Jules Dassin: Noche en la ciudad. En todas ellas el asunto criminal no era más que una excusa para plasmar con la precisión de un cirujano las miserias y valores que esculpen las relaciones humanas.
Además de por su excelente calidad fílmica, este gran clásico del cine british es tremendamente interesante dado que se trata de una adaptación de una de las primeras novelas negras del legendario Graham Greene a lo que se une el hecho de estar dirigida por una de las parejas de hermanos más llamativas de la historia del cine : los gemelos John y Roy Boulting, a los que podemos considerar los Hermanos Coen del cine clásico, una pareja de cineastas que aunque no siempre acreditaban al alimón sus obras, es de sobra conocido que se compenetraban a la perfección (como buenos gemelos), cincelando a nivel creativo conjuntamente sus criaturas. Para rubricar la cinta con un notable alto el reparto del film está compuesto por grandes actores de la escena británica, siendo especialmente remarcable la presencia de un jovencísimo Richard Attenborough que pese a su inexperiencia soporta sobre sus hombros, sin problema ninguno, el peso del argumento, dibujando uno de esos papeles sádicos, perversos y terriblemente turbios que se quedan grabados en la memoria del espectador.
La historia se sitúa en la pequeña población que da titulo a la película, una localidad costera sita a una hora de la City londinense y que se convirtió tras la finalización de la II Guerra Mundial en un lugar de recreo y ocio preferido por los moradores londinenses. Sin embargo en el período de entreguerras la población fue carne de las batallas celebradas por bandas de gangsters que eligieron Brighton Rock como guarida de sus fechorías. La sinopsis arranca con el anuncio del asesinato de un jefe de una pequeña banda local motivada por el artículo publicado por un periodista del Daily Messenger. El fallecimiento de este cabecilla ha situado al frente de la banda a un joven y cruel maleante: Pinky Brown, un catatónico y despiadado asesino de tan solo 17 años de edad, que maneja a sus veteranos colaboradores con mano de hierro. La banda se tomará cumplida revancha del reportero aprovechando la estancia temporal del mismo en Brighton Rock, ya que ha sido enviado por su periódico para efectuar una especie de juego/concurso de búsqueda de mensajes escondidos en diferentes zonas de la ciudad. De este modo tras una paranoica persecución, la banda considue darle caza en la siniestra atracción del Pasaje del terror del parque de atracciones de la urbe.
En un principio la enfermedad cardíaca que sufría el periodista parece servir de coartada a los maleantes, sin embargo, para no dejar cabos sueltos Pinky contrae matrimonio con una bondadosa camarera (Rose Brown interpretada por la angelical, joven y guapísima Carol Marsh) que es a la vez el único testigo que puede desenmascarar el crimen perpetrado por los gangsters. Pinky, que es un ser sin sentimientos con una voraz hambre criminal, fingirá estar enamorado de la camarera pese a que en su enferma mente solo hay cabida para el odio y la insensibilidad. A pesar de esta estratagema Pinky, que se enorgullece de ser un católico practicante, deberá hacer frente a la curiosidad detectivesca de una entrometida trabajadora de feria —Ida Arnold— que coincidió con el asesinado justo en el momento anterior de su muerte y que sospecha que ha sido liquidado por la banda de Pinky. A partir de este momento la cinta recorrerá diversas tramas: la de la lucha de la banda de Pinky con la principal banda de la urbe por el control de la misma, la de la relación tortuosa entre Pinky y su cándida esposa, la trama detectivesca protagonizada por Ida (la cual suple la labor de una ineficiente policía), las sospechas y traiciones dentro de la propia banda de Pinky y todo ello servido para retratar la bajeza moral y psicópata de Pinky, un personaje que arrasa con todo y que aboca el destino de sus acompañantes a una culminación enmarcada en la más profunda tragedia griega.
A pesar de su trama claramente negra, la película es en realidad un drama de una intensidad atroz, realizado con el estilo teatral típico de la escena británica, con un estilo hipnóticamente enrevesado y oscuro. Sin duda, tras el asesinato cometido en el pasaje del terror —una escena mítica con una puesta en escena deliberadamente influenciada por el expresionismo alemán y de estilo más próximo al cine fantástico y de terror que el puro noir (el montaje de la escena, montada con una fotografía impresionista de cortes afilados en los que aparecen en todo momento las típicas figuras espectrales de esta siniestra atracción, es un prodigio de técnica cinematográfica y nada tiene que envidiar a los sueños freudianos diseñados por Dalí en Recuerda ni a la escena final de La dama de Shangai de Orson Welles)— es la trama amorosa y pérfidamente tortuosa y enfermiza la que gana la partida en la atención del espectador, incluso prevaleciendo a la sutil y entretenida trama de intriga. Esta es una seña de identidad del noir británico, esto es, a diferencia del cine de género estadounidense, la intriga no es lo importante, sino que lo que substancial es el dibujo de la personalidad de los personajes, unos individuos atrapados por su pasado y por su bellaca visión del mundo.
El personaje de Pinky es una auténtica maravilla. Un sujeto sociópata y manipulador del que emana una aire homosexual o mejor dicho asexual (le da asco el sexo, odia a las mujeres —incluso a su propia mujer a la que insulta y manifiesta su odio en una grabación discográfica que sirve de regalo de bodas— y solo se relaciona con malhechores de su mismo sexo lo que puede hacer pensar en su preferencia sexual masculina que soterradamente parece dejar entrever la trama) y viscosamente amoral —una escena demoledora que hiela la sangre y que identifica su indecente carácter es la del intento de incitar el suicidio de su esposa al final de la película para deshacerse del único testigo que le puede condenar a muerte—.
Sintiéndose acorralado no dudará en anteponer sus creencias religiosas, profundamente católicas, para justificar un objetivo inmoral y maquiavélico. Los primeros planos del rosto perturbado de Attenborough con el pelo engominado (al cual encuentro un parecido más que razonable con el Peter Lorre de M) presididos por una mirada subyugante ornamentada por unos ojos presos de la locura consiguen un efecto de hechizo instantáneo, logrando poner la carne de gallina al espectador.
Con un carácter marcadamente melodramático y sobre todo trágico, he de decir que la película abusa de la violencia explícita tanto física como psicológica. A diferencia de sus compañeros estadounidenses que preferían rodar la violencia fuera de plano para no espantar a los espectadores más susceptibles a la sangre, en el film británico presenciaremos escenas cruentas, como el brutal corte en la cara con salpicaduras de sangre que sufre Pinky tras una riña colectiva en el muelle, o el brutal asesinato de uno de los compañeros de la banda a manos del propio Pinky que es lanzado escaleras abajo por el demente gangster.
Todo un seminal ejercicio de estilo que dió lugar al concepto de cine negro británico, por lo que nos hallamos ante una película violenta, sombría, estrictamente británica, mística (el hecho religioso está muy presente en las motivaciones de los personajes), de ritmo irregular en el que la velocidad sincopada mezcla el tono trepidante con el introspectivo y que cuenta con una bellísima fotografía de espacios exteriores (preciosos son los planos en el hipódromo, en la feria, en el muelle) que intercala con unos precisos planos de interior, no solo de espacios estrechos, sino que los más precisos y preciosos son los tomados en los pubs y restaurantes británicos, en los que los contrapicados, ágiles travellings, claro oscuros y planos cenitales técnicamente sublimes surten de atractivo fílmico a la cinta. Sin duda un descubrimiento para los amantes del cine de género alejado de los convencionalismos establecidos por el cine clásico americano.
Todo modo de amor al cine.