Cuando uno se acerca a una cinematografía con tan poca presencia en nuestras carteleras como es el caso de la colombiana, parece factible esperar algún tipo de rasgo diferencial que la distinga del resto de películas a las que estamos acostumbrados. Dentro del género de terror, en el que se mueve Al final del espectro, esta expectativa puede resultar frustrante al comprobar, apenas pasados unos minutos de metraje, lo mucho que el film de Juan Felipe Orozco bebe de la estética del J-Horror, que allá por el año 2006 aún seguía bastante en alza. En concreto, canibaliza sin demasiados miramientos los modos empleados por Nakata en sus dos obras más prestigiosas: las grabaciones de vídeo (con su definición perturbadoramente baja) remiten a las de Ringu, mientras que el edificio en el que se desarrolla la acción (con su exterior frío e impersonal y su interior lúgubre y deprimente) recuerda bastante al de Dark Water. Eso sin contar, por supuesto, las formas de representación de lo sobrenatural (con esas apariciones espectrales tensas y calmadas) y la prevalencia de la atmósfera por encima del sobresalto generado en el departamento de posproducción. Lo que redime a la película de su flagrante falta de personalidad es, precisamente, su muy correcta ejecución formal. Se agradece que, dentro de los parámetros en los que se mueve la cinta (presupuesto mínimo, escenario prácticamente único), sepa desarrollar un relato entretenido en el que la generación del miedo depende más de la construcción de un clima sostenido de inquietud que de subidas escandalosas de volumen o de un arsenal de efectos especiales que, dada la falta de medios, podría haber resultado fatal.
La premisa, en sí, es prototípica: una mujer se encierra, con sus recuerdos dolorosos y sus miedos, en un apartamento para sobrellevar una experiencia traumática que propició en ella una fuerte agorafobia. Lamentablemente, en ese apartamento murió (aparentemente) alguien de forma violenta, lo que provoca una serie de incidentes paranormales que pondrán en serio riesgo la salud física y mental de la protagonista. El sobado argumento, tan proclive en cualquier caso a alumbrar disfrutables espectáculos de terror cinematográfico, pisa algunas ideas no por recurrentes menos interesantes, como aquella que afirma que toda persona fallecida de forma repentina o abrupta (por suicidio, accidente o asesinato) permanece atrapada en un plano intermedio entre la realidad y el reino de los muertos, un plano que los entendidos llaman astral (o bajo astral, como dicen en la película). La célebre Insidious ya explotó a conciencia este asunto. Por otra parte, esto da pie a ahondar en otra idea muy socorrida que Shyamalan sublimó en El sexto sentido: los muertos sólo quieren ayuda. Lo interesante del film de Orozco, en cualquier caso, no es que aborde en mayor o menor medida estos elementos tan manidos, sino el modo en que los combina y juega con ellos mientras, en la sombra, factura otra película algo más diferente y original, dejando del clásico cuento de fantasmas más que nada la fachada. En este sentido, el giro que se reserva para el desenlace es inesperado y estimulante, aunque caiga en el error de explicitar su significado por temor a causar confusiones entre el público menos avispado.
Al final del espectro, con su factura sobria a la par que elegante (no hay excesivos alardes o aciertos, pero todo funciona con efectividad), sabe manejar sus cartas con relativa destreza, fraguando un suspense que se alimenta de algunas falsas pistas bien administradas (los objetos del arcón, la apariencia hosca de los vecinos), aunque no puede evitar dejar filtrar otros ya muy trillados (todo lo que tiene que ver con el trauma de la protagonista, puro lugar común destinado a justificar su galopante agorafobia). La idea es mantener a nuestra heroína atrapada en un pequeño espacio en el que sucede algo extraño, y no permitirle salir hasta dar solución al enigma sobrenatural que gobierna la trama. Relato de fantasmas medularmente canónico pero a la vez original en su construcción, la película de Orozco consigue caer lo suficientemente simpática (pese a sus fallos: la ambigüedad de los vecinos es un arma de doble filo que tan pronto funciona como pone en seria duda la veracidad o rigor de la propia historia) como para hacer comprensible que, entre los aviesos productores extranjeros, germine la idea de hacer el inevitable remake. De ahí que ahora podamos disfrutar en nuestras salas de la versión nada menos que mexicana del asunto, que, si ha llegado (porque de México, como de Colombia, llega también poquita cosa a nuestro país), es, cabe suponer, porque entre nuestras distribuidoras aún persiste la idea de que la ínclita Paz Vega tiene todavía cierto tirón entre la taquilla (habrá que verlo). Sea como fuere, sirve al menos para dar a conocer la película-base en la que se inspira, esta discreta pero competente intriga de terror claustrofóbico y sobrenatural que bien merece que se le dé una oportunidad.