La película de Sébastien Marnier busca un hueco entre títulos como La ceremonia (Claude Chabrol), Gracias por el chocolate (Claude Chabrol), Caché (Michael Haneke) o la más reciente Parásitos (Bong Joon-ho). Son películas que, sin formar parte de un género concreto, sí comparten un conjunto de elementos que determinan su sello. El más llamativo es que presentan a la familia tradicional como una entidad enferma, envenenada por una sociedad salvaje. Además, todas ellas oscilan entre el thriller y el drama familiar, asiendo la violencia como un recurso narrativo que siempre asoma, amenazante. Buscan generar incomodidad en un juego de apariencias que se mueve entre el morbo y la denuncia, y con pretensiones ambiguas que saltan de la concienciación a la mera gamberrada. Sus personajes son contradictorios y, a pesar de proceder de situaciones desaventajadas, despiertan cierto rechazo. Finalmente, todas estas películas presentan la opresión de clase como el culpable principal de la mayoría de los males.
Seguramente, el rasgo más distintivo de El origen del mal es su mezcla de recursos. Y es que, en realidad, los títulos mencionados (con la salvedad de Parásitos) comparten la característica de ser, formalmente, más bien austeros. Algo que no está reñido, por supuesto, con el hecho de tener un sello personal: Caché destaca por sus planos estáticos y de larga duración, sin acompañamiento musical e inundados de frialdad (sello personal del autor del trabajo). Gracias por el chocolate posee una planificación asimétrica, casi descuidada, muy cercana a la inestabilidad de los personajes que la protagonizan. Y, por supuesto, todos recordamos la puesta en escena de La ceremonia, mucho más estética, de colores apagados y de ritmo tranquilo, contenedora de toneladas de rabia a punto de estallar. Finalmente, tenemos el manierismo, mucho más estilizado, del título de Bong Joon-ho, cargado de dinamismo y de movimiento, pero tan cínico y traicionero como el estatismo de sus predecesoras. Y es que todos estos trabajos, incluso el último, destacan, sobre todo, por tener un contenido mucho más perverso que sus propias formas.
El origen del mal, en cambio, parece ahogarse en el conjunto de elementos narrativos y argumentales que su autor se propone invocar. Por ejemplo, tan pronto apela a la sencillez del plano/contraplano como recurre a la pantalla partida o se sirve del plano secuencia. Sin embargo, no se trata de un problema de saturación, puesto que Marnier sabe componer la variedad estilística de su película de modo que, del acabado final, no resulte ninguna criatura estrafalaria, sino un producto formalista e incluso bien esquematizado. En realidad, si el título se resiente de las pretensiones del director es, más bien, por la vacuidad de su discurso. Y es que da la sensación de que Marnier ha dedicado tanto esfuerzo en imitar los (diversos) recursos de los trabajos mencionados que ha terminado por firmar un producto de contenido volátil. En otras palabras, su tesis parece ir saltando de una rama a otra.
De ahí que presuntos golpes de efecto produzcan el sonrojo y que de algunos giros argumentales resulte la comicidad no buscada, como pasa con la secuencia en que Nathalie, intentando socorrer al patriarca millonario Serge Dumontet, se descubre arrodillada frente a la mujer, hija y nieta del mismo, en un plano cuya función narrativa es tan evidente que resulta exageradamente funcional. Y a partir de esta secuencia, surge una especie de lucha entre lo sutil y lo directo, como si Marnier pretendiera ser discreto e impactante a la vez; olvidando, como se sugirió en el segundo párrafo, que la virtud principal de las películas a las que pretende asemejarse reside en la perversidad de su reflexión y no en sus formas o giros argumentales. Una perversidad que conmueve, precisamente, por su inquietante sinceridad, tal vez el elemento que más se echa de menos en El origen del mal.