No viene mal recordar de vez en cuando que no todo lo bueno en el cine de animación japonés proviene de Ghibli. Aunque varias de las películas que llevaban el sello de la factoría fundada por Miyazaki y Takahata seguramente hayan sido de lo mejorcito que ha dado el país nipón, tal hecho no tiene que nublar la presencia de unos cuantos directores que han crecido más allá de esta compañía. Hablamos de gente como Mamoru Hosoda, un hombre que de hecho estuvo a punto de entrar en Ghibli para dirigir El castillo ambulante. Tras empezar su carrera con la adaptación de dos películas basadas en la serie de éxito Digimon, Hosoda se introdujo en proyectos de más calado autoral como La chica que saltaba a través del tiempo o, sobre todo, Los niños lobo (Wolf Children), preciosa película basada en una historia escrita por él mismo. Su última película lleva por título El niño y la bestia y es la segunda que dirige en el marco del Studio Chizu, compañía de su propiedad.
El niño y la bestia comienza con Ren escapándose de casa tras la muerte de su madre y desconociendo el paradero de su padre, divorciado desde hace ya tiempo. Es entonces cuando Kumatetsu, un animal con aspecto humanoide, le invita a ir al mundo de las bestias, donde todo tipo de criaturas como él viven en una realidad paralela a la de La Tierra que conocemos. Ren, rebautizado como Kyota, acepta ser aprendiz de Kumatetsu para que éste pueda tener opciones de ser elegido como nuevo líder de las bestias. Sin embargo, Kyota deberá hacer frente al rechazo que genera la figura del ser humano en su nuevo mundo.
Hosoda va hilando este argumento de una manera maravillosa, reuniendo comicidad, espíritu aventurero y las típicas lecciones de vida a las que nos tienen acostumbrados los grandes films de animación. Con un personaje carismático como Kumatetsu y otro en el que los cambios de actitud son perfectamente entendibles y nada exagerados como Kyota, El niño y la bestia progresa como una excelente película, ágil en su desarrollo y con muchos alicientes para proseguir su visionado esperando con bastantes ganas cómo se resolverá el asunto que se ha abierto ante nuestros ojos.
Pero algo sucede con la última media hora. Una vez se ha llegado a un punto sumamente interesante en la trama y cuando Hosoda se ve obligado a darla el último espaldarazo, la cosa empieza a derrumbarse. Lo que hasta entonces poseía un estupendo toque fantástico se convierte en un carrusel de desvarío al que desgraciadamente tienden muchas producciones japonesas, solapando así la maravillosa película que El niño y la bestia habría podido ser.
Este repentina preferencia de Hosoda por darle un nuevo aire a su obra, huyendo de la sencillez buscando una mayor grandeza que no acaba de llegar, es una verdadera lástima que empaña la excelencia de la película, pero tampoco rompe por completo su consistencia general. El niño y la bestia bien merece un visionado por parte de todo aquel que esté atraído por este tipo de cine nipón. Quizá con media hora menos de metraje y, por consiguiente, un desenlace más solemne, Hosoda habría puesto el broche a su obra de una manera espectacular. Las opiniones son un mundo, y tal vez alguno sí acabe de encontrarle la gracia a lo que el japonés pretendía con tal cambio de rumbo. Pero, más allá de si existe decepción o no por tal circunstancia, lo que se recuerda horas después de verla son las muchas virtudes de la cinta, no el mencionado gran defecto. Y eso es lo más importante.