Lamentable. Mi conocimiento, digo. Desconozco tanto sobre el mar, el submarinismo, las presiones y, sobre todo, sobre la navegación, que al comenzar este documental, me he dado un poco de lástima a mí mismo. Menos mal que he visto El mundo del silencio (1956), y ahora conozco un poco mejor este mundo tan maravilloso como espeluznante, el del agua, que te envejece mientras te empapas de ella y te deja sin aliento, a menos que te des prisa. Fascinante, ese mar, por la cantidad —y diversidad— de seres que lo habitan, por la relajación que transmite, y por la libertad que hace sentir, al nadar. El origen de la vida.
Hace casi 60 años, el famoso Jacques-Yves Cousteau y Louis Malle obtuvieron la Palma de Oro en el Festival de Cannes por esta película. Al timón del famoso buque de investigación Calypso, y ambos acompañados por otros chalados tripulantes (una panda de tocahuevos, o tocacaparazones, en este caso), nos sumergiremos en un viaje al fondo de la tierra, como quien dice. En un primer momento, el de la introducción, el célebre Cousteau, estudioso del mundo submarino, explorador, y buceador, hará uso de una terminología, para mí, ininteligible, pero pronto, Jacques y sus chiflados amigos darán paso a otras formas de vida, no sólo de aquella que surge del silencio, de la búsqueda o de la investigación, sino también esa que nace del entretenimiento. Entretenimiento, todo sea dicho, que a pocos entretendría hoy en día (o eso me gustaría pensar), pero de cuyas imágenes, a veces, uno no puede desprenderse, por su evidente atractivo (más, incluso, viendo la fecha en que se obtuvieron). Gracias, seguramente, a la mano de Malle (realizador de una de mis películas favoritas, El fuego fatuo [1963]).
Veremos, en este insólito lugar que es el océano, y capitaneados por Cousteau, desde delfines grabados en plena y gozosa celebración, hasta belicosos jardines de coral devoradores de peces. Y a Nemo, ¡Nemo también sale! (aunque en versión amarilla). Es curioso, sobre todo curioso, ponerte en el lugar de estos majaretas defensores del medio ambiente marino, en pleno 1956. Visto así, se trata de un documento valioso, creo, aunque pienso que hay que abstraerse bastante para no sentirse un poco contrariado, como suele ocurrir al ver otros documentales dedicados al hombre y la tierra, por el hecho de que los humanos no interfieran en la naturaleza… salvo cuando les apetece o les conviene. Ya veréis que soy muy perspicaz, pero me da la impresión de que, antes de esta, pocas películas se habrían realizado, tan a fondo y en profundidad, en torno a las tripas del océano y la mar, con todo lo que ello puede implicar.
Llegan, incluso, a rodar en los lugares más insondables de aquél entonces. Y no se cortan, vaya. La investigación y sus beneficios, pero también sus atrocidades, como esa forma de hacer un censo de peces vivos, a base de matar peces usando dinamita. Madre mía, ¡formol! Pero y lo que mola(ba) andar a la vez que se fuma en pipa, y así, con la postura adecuada, gritar: ‹¡A estribor!›. Pero ninguna mujer en el barco; qué vida más dura. Cómo no, entonces, emborracharse de las profundidades y arponear todo lo que se mueva. ¿Cómo no?
La verdad es que estaban locos (por si no había quedado suficientemente claro), estos exploradores. Llamémosles visionarios, por lo que consiguieron y por los logros que llegaron después. Bastantes serían, estos, pues yo aún recuerdo estar viendo a —un más envejecido— Jacques Cousteau —con su clásico estilismo, que más tarde homenajearía Wes Anderson en Life Aquatic (2004)— algunas tardes en la televisión, mostrando, además, las cosas buenas que hizo por la vida acuática. Es por ello que resulta difícil poner a parir un producto lleno de imágenes, cómo decirlo, un tanto violentas y enervantes. Está claro que estamos, en este caso, ante gente inteligente y, quiero suponer, sensible a la vida. Por eso mismo, no me explico varias cosas, salvo que aplique aquello de que era “otra época” y me vaya a dormir tranquilamente. Un ejemplo: Un ballenato es asesinado —involuntariamente— por el Calypso y sus hélices, pero después de este incidente, no son capaces de soportar que unos tiburones se lo coman, una vez muerto (a manos humanas). Vaya par de huevos gastaban. Luego, cuando ellos se petaban a ¿un centenar? de pececillos, bien que daban su atento razonamiento, mientras, a la vez, se descojonaban viendo a un pez globo desinflarse. Hilarante.
¿De qué estaba escribiendo yo? Ah, sí; vota PACMA… Perdón, creo que me he desviado del tema.
Otro punto negativo, aunque no demasiado —en comparación— es que El mundo del silencio se centra en exceso en su chiflada marinería y en sus “espontáneos” diálogos. En cualquier caso, las imágenes siguen poseyendo una extraña belleza y fuerza. Un documental necesario, en resumen, ya que el fondo marino es algo verdaderamente interesante, en mi opinión, como lo puede ser el espacio, también, aunque cada uno por motivos diferentes, y uno a más fácil alcance que el otro (que se lo digan a Antoine Doinel). Nos zambulle, literalmente, en medio del océano, haciéndonos partícipes de una forma de vida basada en respiradores, jaulas protectoras (anti tiburones), sónares, horizonte, ¡tierra! y despresurización. Naufraga, a ojos de alguien sensible y delicado como una flor, como es mi caso, pero su atrevimiento mereció el premio que se llevó, así como la atención que generó. De eso no cabe duda.
Aprovecho el final de esta crítica para irme a recomprimir, urgentemente. El resto de vosotros, mientras, idos a comer langostas (cocinadas vivas). Esto me recuerda que ningún animal fue dañado durante la filmaci… Perdón, quiero decir que todos los animales lo fueron, prácticamente (pero con cariño, a ver). Y taca, ¡a comer! Al final, después de haber visto El mundo del silencio, no me doy tanta lástima como al empezar (la lástima, para quien la merezca).