Siempre he creído que el ciudadano intelectual e idealista, que no cesa en su empeño de defender sus libertades y sus derechos frente a las imposiciones de los débiles gobernantes, se escuda en el arte como manto de protección y defensa ante las avalanchas de la sinrazón. Escudriña los pensamientos de aquellos que pensaron y pergeñaron siglos antes que él, atisbando una luz de agudeza que aplaque la flagrante ineptitud que los sistemas sociales han ido involucionando hasta la época actual. El cine es la séptima de esas artes y en él anida la capacidad de soñar y reflexionar, algo que, aquellos que tienen el poder, consideran peligroso.
El festival Márgenes se asienta, valga la redundancia, en los paradigmas que constituyen esa aproximación al cine español al margen, radical en sus formas y de planteamientos que difícilmente pueden superar el umbral de la clandestinidad pública. Reflejo de la indignación y la lucha por la entronización de la voluntad, se congregan realizadores unidos por la necesidad contar historias sobre personas ordinarias que las sociedades del consumismo y el aburguesamiento llevan arrinconando y silenciando desde tiempos inmemoriales.
En una película como El Modelo, de Germán Scelso, no hay mayor héroe que aquel que consigue sobrevivir al hambre y al frío de un día para otro; no hay mayor belleza que la repugnancia recíproca hacia los siniestros anónimos que cruzan miradas y diferencias entre los vagabundos que se postran para pedir limosna y los señores trajeados que llegan tarde a su trabajo. Este filme no trata del acercamiento y la redención de los abismos que separan a los individuos excluidos del intercambio cotidiano; más bien le da voz a uno de ellos, que en su miseria y enfermizo estupor espeta su rabia contra un sistema que le convierte en marginado.
El retrato del paralítico Jordi resulta tan incómodo de ver y de digerir como para cualquier transeúnte ordinario al cruzarse cada día con numerosos indigentes que te clavan con la mirada su dolor y su tristeza cuando pasas por su lado. Todos ellos constituyen la cara amarga e invisible de unas funciones sociales en las que priman el abastecimiento masivo personal y el fanatismo creyente hacia unos ídolos vulgares con un equívoco estilo de vida más que el auspicio hacia el bienestar de nuestro prójimo, vulgarizado y retrocedido a una condición que dista mucho de ser, digámoslo ya, humana. La explícita comparación de nuestro errante protagonista con el Hombre de Vitruvio, de Da Vinci, supone un severo revés sobre las conciencias de los más cuerdos y cínicos.
No existe espacio para la manipulación ni el pacto de concatenación de sensibilidades tanto en cuanto la cámara en mano de Scelso actúa como testigo omnipresente de las desventuras y juramentos de este desecho civil, despojado de los activos mínimos para asegurar una vida de supervivencia plena y estable. Su aproximación llega al hueso más absoluto de la fatalidad y una vez en él no hay juicio que valga. Tan solo repugnancia física y moral al ver y escuchar a un hombre cuyas cadenas son consecuencia lógica de un sistema de gobierno en el que prima la peripecia individual de enriquecerse y joder la vida todo lo posible al que no tiene que para valerse por sí mismo.
El Modelo supone un retrato documental de una persona que, como muchas, nos cruzamos cada día por la calle y nos obliga, nuestra condición más bien, a mirar hacia otro lado. También es, ante todo, la representación de un portavoz de injusticias y soledades, que existen debido a un modelo social y económico en el que la pluralidad y la igualdad brillan por su total ausencia. Escucharlo y contemplarlo es mirar de frente a alguien a quien tantos otros, día tras día, dan su espalda.