Existe una cierta tendencia dentro del cine contemporáneo que encuentra su foco en la decadencia, en la descomposición o directamente en la ruina, en el «después de». Quizás como un reflejo del efecto del hombre sobre el paisaje, tal vez como una elegía a una cultura (y a un cine) que en muchas ocasiones da visos de agotamiento.
El mar nos mira de lejos, ópera prima de Manuel Muñoz Rivas, trata sobre las ruinas de una civilización inventada, pero también sobre el agotamiento de un modo de vida. Los habitantes que pueblan la reserva natural de Doñana son retratados como últimos bastiones de una resistencia, como personajes de otro mundo y otro tiempo, cuyas costumbres son iguales que las nuestras y al mismo tiempo completamente diferentes. Pobladores de un lugar entre mágico e indómito donde se unen el viento, la arena, el agua y el fuego.
Rivas basa su puesta en escena en la contemplación, mediante planos largos y repetitivos, en los que el espectador se ve obligado a acostumbrarse a un ritmo de otra época. Durante buena parte del metraje, el film parece no querer ser más que una sucesión de planos estéticamente perfectos, un mero retrato de un paisaje y unos personajes que solo busca el lucimiento del director de fotografía, el también realizador Mauro Herce. Pese a ser cierto que la película reúne algunos de los más bellos planos e ideas visuales que se hayan visto últimamente en el cine, es también cierto que durante su primera parte la película gira una vez y otra sobre la misma idea, pecando de un esteticismo vacuo que puede llegar a desesperar al espectador más impaciente. Así se atestiguó durante la proyección en L’alternativa, donde no fueron pocos los que abandonaron la sala al poco de empezar la película.
El mar nos mira de lejos es una propuesta radical, casi sin diálogos (más allá de una poética voz en off introductoria). Una preciosista reflexión sobre el paso del tiempo, la decadencia, la relación entre el ser humano y el paisaje y un canto a la luz de un lugar especial. Algunos espectadores considerarán este retrato de las dunas de Doñana como aburrido, soso e incluso pretencioso, y quizás no les falte razón. Sin embargo, aquellos que sean capaces de degustar la película en pequeños sorbos descubrirán en su parte final como ésta da finalmente sus frutos, uniendo las maravillas estéticas con una maduración de las ideas que se aventuran a lo largo del film.
Hay que preguntarse si El mar nos mira de lejos no hubiera sido un asombroso cortometraje, o incluso un bellísimo mediometraje (ese formato olvidado). Quizás es exigible de un largometraje que sea capaz de ofrecer varias ideas, que avance, retroceda y se mueva, en definitiva, que consiga salir de sí mismo y ofrecer sus cualidades al público. Hay hacia el final de la película una escena en la que varias personas se reúnen, en silencio, y miran el devenir del fuego, sus chisporroteos y sus vaivenes. La escena no es sino un reflejo de lo que hay al otro lado: los espectadores. Ese es el mínimo común denominador del cine: alguien que mira, algo que mirar.