Siempre en la sombra, y como segundo de a bordo de numerosos proyectos, Ernest B. Schoedsack compuso una filmografía que se sirvió de la ficción de género para extrapolar los terrores nocturnos de un Estados Unidos en bancarrota, un país deslavazado por la Gran Depresión y expectante por el destino de la vieja Europa. Las consecuencias del Crac del 29 despertaron la creatividad de una serie de autores que, valiéndose de propuestas de terror que se erigieron en universales, edificaron un mundo de fantasías siniestras, donde los monstruos cohabitaban con el temor y la hesitación. Un cine que representaba la solidificación de los fantasmas del pasado: no solo había cabida para las políticas sociales y financieras o el panorama bélico coetáneo, sino también para la principal piedra sobre la que se construyó un universo desigualitario: el Imperialismo o cómo el mundo occidental engulló todo lo que le rodeaba como sinónimo de poder y estrategia. Schoedsack, al igual que su amigo y compañero Merian C. Cooper, con el que completaría un carrera llena de éxitos, siempre se mostró muy interesado en ese proceso erosionante, donde se enfrentaban naturaleza y progreso, ingenuidad y burocracia. Tras un par de documentales con vocación naturalista como Hierba (Grass: A Nation’s Battle for Life, 1925) y Chang: A Drama of the Wilderness (íd, 1927), el director iowano se embarcó en 1929 en su primera gran obra: la tercera —tras las de 1915 y 1921 dirigidas respectivamente por J. Searle Dawley y René Plaissetty— traslación a la pantalla de la novela de A.E.W. Mason Las cuatro plumas. Lo hizo, una vez más, casi en la sombra, como apéndice de un tándem conformado por Lothar Mendes y el mentado Cooper. Su posición en la producción ejecutiva fue más allá y, aunque Paramount no salió del todo satisfecha por su desempeño en taquilla, las aventuras de Harry Faversham pusieron su nombre y el de sus socios en el horizonte de los grandes estudios. Con ello, Cooper y Schoedsack quisieron dar un paso más en sus meteóricas carreras y le ofrecieron a RKO Radio Pictures un proyecto protagonizado por un simio gigante que pasaría a la Historia del Cine: King Kong (1933). Sin embargo, su calado presupuestario generó incertidumbre en el estudio, por lo que antes de todo ello RKO encargó al dúo de productores un trabajo más modesto, tangente a la serie B tanto en formas como en inherencia, titulado El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932), en esta ocasión, con Schoedsack compartiendo el timón directoral con Irving Pichel.
Desde su comienzo se revela la condición de banco de pruebas de la cinta, en una primera secuencia en alta mar en la que, desde el puente de mando, se cuestiona la seguridad de un viaje que cuenta sin el aval de las cartas marítimas. Un prólogo que guarda numerosas concomitancias con el preludio a la visita a la Isla Calavera del magnum opus de Cooper-Schoedsack. Un minuto después, y escaleras mediante, la cámara se posa en el camarote principal para, por un lado, introducir al protagonista, Robert Rainsford, un afamado cazador encarnado por Joel McCrea, y, por otro, destapar la esencia del film. «A la bestia de la jungla, que solo mata para comer, la llaman salvaje. Y al hombre, que caza por deporte, lo llaman civilizado… Eso es una contradicción», espeta el doctor del navío a Rainsford segundos antes del primer giro del guion firmado por James Ashomre Creelman —que adapta un relato corto de Richard Connell—. En el tercer escenario, ya en tierra firme, conocemos el verdadero leitmotiv de la película y, sin lugar a dudas, su elemento más interesante. No es otro que el antagonista de la función, el conde Zaroff, un aristocrático en decadencia que preside un castillo insular custodiado por guerreros cosacos. Zaroff —un genial Leslie Banks— personifica el arquetipo de villano de género, pero ajustado al presente cronológico. Este noble venido a menos rige un micro-universo donde se rechaza a lo foráneo, transformado en un simple trofeo que premia una actitud tan pueril como atávica. Una coyuntura que conecta con la reflexión anterior sobre la anatomía ideológica que acompañó a las ententes colonizadoras de las naciones europeas. La imagen de Zaroff, como un hombre inteligente y dotado para las artes, paradójicamente encaja con la visión ulterior del gran caudillo del siglo XX, Adolf Hitler, representación paradigmática del miedo. Y a este apelan Pichel y Schoedsack como eje narrativo, con un cuidadoso manejo de la tensión. Los realizadores remarcan su comodidad en el empleo del plano americano como modus de desnudar las personalidades de los roles cabeceros —héroe y malvado a los que se le une una sensacional Fay Wray—; pero sin vacilar en la utilización del plano general para ofrecer un mayor dinamismo en la puesta en cuadro. El resultado, como no podría ser de otra manera, es una escenificación de la aventura pura, basada en una sincronía entre los resortes narrativos, su carácter lúdico y el espíritu paradójico que exhala el metraje. Liviandad que no está reñida con una ortodoxia en la realización que subraya el talento de Schoedsack para, a través de lo aparentemente mundano o manido, transfigurar un libreto exiguo en una historia extraordinaria. Y la prueba la encontramos en el lirismo de su epílogo. Una escena que en texto plano está subyugada por el convencionalismo pero que, gracias a la maestría de su director, se eleva como un broche mágico que justifica al cine como un mecanismo que se declara vencedor ante la muerte. Una salvaguarda también válida para un noble cuya alma sigue vagando en la ficción del hoy y del mañana.
¡Felicidades, malditos!
Emilio Luna
@tenientehicox
(El antepenúltimo mohicano)