El libro de imágenes, o El acto de montar
Cuando Pudovkin declaraba que, más allá de sus posibles vertientes, enumeradas por Eisenstein —métrica, rítmica, tonal, armónica e intelectual—, el montaje era la creación fílmica en su totalidad, estaba anticipando cuál sería la única forma de combatir la industrialización de los modos de representación en el cine. Un aforismo que, lejos de quedarse anticuado, queda ratificado por películas como la que nos ocupa en este texto y reivindica la capacidad (y la necesidad) del cine como generador de un discurso sobre la realidad en detrimento de su representación que, como denuncia el propio Godard, es, en el fondo, un acto de violencia hacia la misma.
Contra el agorero pronóstico de Carlos Boyero, la última película del autor de Nuestra música podrá verse, aunque de forma limitada, en las salas de exhibición de nuestro país. A sus 88 años, y tras recibir una insólita Palma de Oro Especial en el pasado festival de Cannes —donde compareció vía Facetime—, Jean-Luc Godard estrena su última película y certifica que acomodarse sigue sin ser una opción para quien pasó de artífice de la ‹Nouvelle Vague› a fundador del colectivo Dziga Vertov.
Si en Film Socialisme se servía de la metáfora de un barco a la deriva como declive de la sociedad occidental, y en Adieu au langage certificaba el fracaso del lenguaje en la contemporaneidad, en El libro de imágenes recupera su faceta más ensayística. A partir de una estructura en cinco bloques, al estilo de la inabarcable Histoire(s) du cinema, Godard reflexiona sobre la relación entre la Historia y su reflejo a lo largo de la historia del cine.
En las primeras imágenes de la película, vemos cómo unas manos manipulan una tira de celuloide. A partir de aquí, el director de Numéro deux encadena diferentes imágenes de manos realizando diferentes acciones y en diversas posturas, mientras recita con su áspera voz que «la verdadera condición del hombre es la de pensar con las manos».
No es casualidad que decida empezar la película con una declaración de intenciones como esta. De hecho, merece mucha más atención de lo que pueda parecer, pues en la profusión de imágenes que se suceden a lo largo del filme, cualquier espectador, por avezado que sea, pecaría de ingenuo si pensase que es posible conectar todos los puntos de una película cuyas significaciones tienden al infinito. El sentido de El libro de imágenes surge, más allá de la interconectividad de cualquier punto del relato con cualquier otro, del acto de empalmar una imagen tras otra y la miríada de significados que nacen del choque entre ellas. Godard entiende el montaje cinematográfico del mismo modo que Deleuze entendía el pensamiento. Ambos se construyen a partir de un flujo, una multiplicidad, sin objeto ni sujeto, en constante estado de variación. Las innumerables citas están ahí, de Wellman a Eisenstein, pasando por Browning, Van Sant, Ford o Sokúrov —este último casi irreconocible—, y a partir de esos fragmentos trata de reelaborar su propia historia, a base de ‹glitches›, cambios de formato, saturación de colores y grabaciones de todo tipo de dispositivos —de drones a cámaras de vigilancia— y de calidades. Las imágenes que son parte fundamental de la memoria colectiva aparecen deformadas, convertidas en otra cosa, revelando una expresividad nueva, recuperando la materialidad que el cine digital parece rechazar.
Sin embargo, en su último tercio, el relato vira hacia la sociedad (o sociedades) de los países árabes y aborda de forma directa la problemática del pensamiento occidental cuando se trata de representar el mundo árabe tanto en el cine como en la televisión y, por supuesto, en internet. En ese sentido, El libro de imágenes establece una filiación directa con Ici et ailleurs —ensayo documental rodado durante su pertenencia al grupo Dziga Vertov, aunque montado tiempo después junto a Anne-Marie Miéville—, en su voluntad de señalar los prejuicios que cimientan nuestra mirada hacia los que consideramos una otredad monolítica. Porque, como él mismo pregunta, ¿pueden hablar los árabes?