Tras una visita que termina siendo cuestionada por su interlocutor («¿Seguro que era aquí donde querías venir?», le interpela), Jean, el protagonista de El león duerme esta noche, inicia el trayecto que le llevará a una mansión abandonada. El intento por abrir puertas y ventanas sin éxito, culminará ante una entrada trasera con un cartel obviamente dibujado por niños donde se lee «Peligro de muerte» que Jean eludirá, tirando incluso un tablón de madera en el que también se advierte del peligro. Un hecho tan insignificante, el de actuar con la decisión que obra el protagonista, que sin embargo cobra una perspectiva distinta tanto ante una aceptación natural de lo que vendrá, como en la extraña comunión entre dos mundos sin conexión aparente.
Un vínculo que Nobuhiro Suwa forja con facilidad inusitada, llevando a Jean a un (re)encuentro con el pasado, un diálogo establecido a través de la pérdida que encontrará en la presencia de un grupo de muchachos la respuesta idónea para proseguir un proceso que va más allá de esa vuelta sobre los pasos propios. La confluencia generada por el veterano actor y esos niños que solamente buscan aportar una inocente visión cinematográfica a través de su cámara, no derivará en aquello que hubiese resultado lógico, la confrontación de la voz de la experiencia ante una mirada caprichosa y maleable, originando de este modo una comunión que conecta tanto el periplo vital como el cine, deviniendo uno continuación inmediata del otro: como si ambos se retroalimentasen en una espiral donde aquello que termina por conservar el cine además de las imágenes —la memoria—, hace lo mismo con la vida y muestra una senda inacabable que se proyecta más allá de la muerte.
Desde su secuencia inicial, El león duerme esta noche, sostiene un reflejo donde esa línea que escinde lo ilusorio de lo real se antoja fundamental en su construcción. El plano del rostro desenfocado de Jean-Pierre Léaud con el que abre Suwa, como si nos encontrásemos ante la más pura de las ensoñaciones, y el diálogo que lo sigue, marcarán las pautas de esa escisión entre sueño y realidad que retratan las líneas del intérprete. Un actor que mira con nostalgia al pasado —su forma de hablar sobre los rodajes con celuloide, o la extrañeza por tener que realizar su trabajo ante dos cámaras— y que no sabe como afrontar la representación de una muerte que parece aceptar, pero no temer.
En ese sentido, la transformación que irán adquiriendo los escenarios en los que Jean se encuentra con Juliette, un viejo amor de juventud fallecido, también atienden a una disgregación del plano real necesario en el trayecto emprendido por él. La fotografía vivaz que compone los parajes en que se desarrolla el film, va adquiriendo en ese contexto nuevos matices mediante una iluminación en la que muta la patente irrealidad de esos encuentros.
Nobuhiro Suwa teje en El león duerme esta noche uno de esos homenajes tan bellos como libres al cine, y lo hace descubriéndose en un ejercicio donde la nostalgia de la edad, de mirar al pasado sin olvidar el presente, no se convierte en un escollo, sino en la vía ideal para despojarse de todo prejuicio y encontrar en ello la asunción de un camino personal. La cercanía y humildad con que se expresa el personaje de Jean —esa forma de hallar en la edad de la razón, un reverso necesario al que denomina la edad de la sinrazón— no dejan de ser modos de acatar esa etapa final asumiendo en la jovialidad de sus acompañantes otra percepción ni mejor ni peor, distinta. Jean-Pierre Léaud toma ese actor como representación de aquel último aliento que debe seguir su camino sin mirar atrás —casi en una perspectiva paralela al Lucky de Harry Dean Stanton—, entendiendo vida y cine como un todo a partir del cual encontrar una propia imagen.
Larga vida a la nueva carne.