Poco o nada se conoce habitualmente de la cinematografía búlgara en nuestras pantallas en contraposición con otros cines del Este que en los 50, 60 y 70 hicieron las delicias de los cineclubs en nuestro país, caso de Polonia, Checoslovaquia o Hungría. Por tanto no es descabellado afirmar que dentro del bloque del Este el país balcánico tuviera una posición menor con una industria pobre y escasos recursos, donde por otro lado podíamos encontrar las ya clásicas obras de propaganda comunista y referencias al pasado medieval del país con el filtro de la mirada socialista. Y, no obstante, aunque en menor medida, también afloró un viento fresco y nuevo entre la doctrina de aquello que se llamó realismo socialista (aunque muchas veces poco tuviera de lo uno o de lo otro).
El mayor ejemplo de todo lo expuesto es el cineasta Vulo Radev, que se contagió de la frescura que asomaba tímidamente en los países satélites de la URSS. Su obra más representativa o al menos la que ha tenido más difusión es El ladrón de melocotones (Kradetzat na praskovi, 1964).
La cinta búlgara nos explica una historia de amor para hablarnos del ansia de humanidad del alma en los hombres que luchaban y morían en la Primera Guerra Mundial, cansados de servir a un orden que se encontraba moribundo y temeroso de nuevas ideas que iban apareciendo (saludos a Lenin).
Nos encontramos en 1918, año —oficial— del fin de la contienda, con Rusia ya en plena guerra interna entre los partidarios del comunismo y sus detractores y el consiguiente contagio socialista por parte de muchos en toda Europa. En Bulgaria, después de liquidar rápidamente el frente rumano, se lucha encarnizadamente contra Serbia y Grecia, con tropas expedicionarias francesas, inglesas e incluso americanas. El frente está lleno de hombres desmoralizados tras años de luchas y muertes en las trincheras. Es la tercera guerra en 8 años. El malestar se palpa en el ambiente. El viejo orden está a punto de venirse abajo.
Con todo esto, el director huye de mostrarnos los cadáveres y la muerte, no se detiene en la podredumbre de la guerra, que se intuye y cuya existencia es conocida, pero no se nos muestra en todo su esplendor salvo en el espectacular arranque, con unas mujeres búlgaras enterrando en un cementerio cajas pequeñas que representan a sus padres, maridos e hijos, muertos y perdidos para siempre en el frente de batalla.
Porque ante todo, la obra respira humanismo. No hay en la cinta nadie a quien se pueda tachar de malvado. El teniente encargado del encarcelamiento de nuestro protagonista, con un rostro que roza lo macabro y asusta con esa cicatriz que le recorre la cara, se muestra súbitamente caritativo en un momento dado. El propio carcelero conversa amistosamente con nuestro hombre en todo momento. Por no hablar de ese coronel del ejercito búlgaro, que representa el viejo orden, con sus claroscuros a cuestas. Y es que, al igual que el capitán interpretado por Erich von Stroheim en La gran Ilusión (La grande illusion, 1938, Jean Renoir) —película con la que comparte el mismo espíritu, aunque cargado más de eso que se conoció como “conciencia de clase”— es un hombre consciente del fin de una época que él representa, que sabe cercana la derrota y se debate entre aferrarse al pasado o dejar paso al futuro. Un hombre duro, que no cae simpático de primeras, pero en cuyo rostro lleno de amargura por la verdad que sabe ya irremediable (la guerra ya no tiene ningún sentido, si es que lo ha tenido alguna vez) nos lo hace más amable.
La historia de amor entre nuestro protagonista, un serbio melancólico que ha dejado de creer en el ser humano, prisionero de guerra y la preciosa mujer del coronel búlgaro encargado de los presos, una espectacular Nevena Kokanova de mirada sombría, se sitúa en el ambiente anteriormente descrito, en un pueblo donde los prisioneros pasan más tiempo charlando y caminando con el enemigo mientras esperan más el fin de la contienda que otra cosa. Sólo hay un lugar al que realmente no pueden acceder, el jardín del coronel, donde este cuida con mimo militar sus árboles (sin cariño o pasión, pero obedientemente, sin faltar jamás). Él intenta robar la fruta prohibida y, por el camino, acaba robando el corazón a su mujer, que no se decide a corresponderle en secreto.
La relación entre la soldadesca está llena de camaradería y hermandad (la profunda amistad con el capitán francés, otro prisionero, está descrita de manera sentida y hermosa) que muy difícilmente podría encontrarse en una situación así. Y, sin embargo, esto nos deja escenas brillantes, como cuando todos los prisioneros, una amalgama de hombres de todos los países, asisten tras las alambradas al motín que es reprimido salvajemente entre la tropa búlgara. Masacre que no vemos, tan sólo escuchamos los disparos mientras asistimos a la cara de compasión de los prisioneros que comienzan a entonar la hipnótica La Warszawianka (aquí popularmente conocida como A las barricadas, himno anarquista famoso en nuestra terrible Guerra Civil).
Profundamente humana, llena de diálogos que giran en torno al círculo infernal que nos lleva una vez tras otra a la sinrazón de la guerra, donde el viejo orden muere matando, tampoco podía faltar en la obra una nada disimulada oda al comunismo revolucionario en su sentido más emocional y sentimental, de una forma bella e inteligente, aunque no podríamos olvidar que poco o nada de las palabras que pronuncian los personajes se cumpliría después.
Una joyita por descubrir donde se alaba la humanidad entre semejantes, la camaradería entre los oprimidos y se hace una defensa descarnada de la abolición de las fronteras entre los corazones de los hombres, todo esto bajo una historia de amor imposible.