El amor, en un sentido romántico, es un sentimiento complejo; los expertos (y tus conocidos) afirman que dura unos 7 años —aunque hay quien dice que menos— y que su existencia sólo sirve para dar a la pareja tiempo para procrear y criar a sus queridos vástagos; la justicia es un principio moral aún más complejo y cuestionado, y cuya concepción y durabilidad puede traer más quebraderos de cabeza en una conversación entre cuñados, ya que, en este caso, esta es mucho más interpretable. Hay quien se pregunta y da más importancia, en cambio, al por qué de la persistencia y fortaleza sin desgaste de los amores pasados y rotos por el azar o por la mala suerte, o de aquellos nunca consumados; igual que otros se pueden cuestionar cómo es posible que los familiares de las víctimas —o las propias víctimas— busquen más el perdón o el arrepentimiento del criminal para calmar su pena y su desasosiego de algún modo.
En El juez, el décimo largometraje de Christian Vincent, la trama se centra en estos dos temas: el jurídico y el romántico. Durante los 98 minutos de duración se cuestiona (a la vez que muestra en todo su esplendor) el funcionamiento del sistema jurídico francés mientras presenta a través de la casualidad los planteamientos de un amor casi olvidado. En ambos casos, se trata de desentrañar el misterio de no conocer los hechos e intentar darles verosimilitud, de escuchar la versión de cada testigo y de las víctimas, si se da el caso, hasta dictaminar un veredicto. Esa es la principal virtud de este film, y puede que también su mayor defecto, el del enigma, los secretos y el interés que te provoca no saber realmente qué ha pasado antes del preciso momento en el que empieza la película. Un ejercicio de suposiciones donde apenas intuimos qué más hay alrededor de los protagonistas de la(s) historia(s).
Por otra parte, cabe destacar la sencillez con la que los franceses ruedan conversaciones en grupo en las inmediaciones de una mesa en un bar, convirtiéndolas en lo más trascendental y más normal del mundo, aunque parezcan carecer de utilidad dentro del asunto principal, introduciéndote cada vez más en los diálogos, que van de un lado al otro y que nunca se llegan a desarrollar del todo, como ocurre en la realidad. Christian Vincent ha conseguido crear una obra íntima y, en cierto modo, hostil, divida en dos argumentos que ofrecen más preguntas que respuestas. Uno no puede evitar acordarse de Doce hombres sin piedad cuando está viendo El juez, aunque esta última sea bastante inferior en muchos sentidos; pero mientras se intenta desentrañar la verdad de los hechos, es fácil desear poder consultar algunas dudas al gran Henry Fonda. A pesar de la lógica comparación, basada en la situación de los miembros del jurado, en este caso el guion de Vincent ofrece bastantes más puntos de vista y pistas para recrear los hechos juzgados e intentar llegar a una conclusión satisfactoria, dejando algo de libertad en ella y mostrando cómo funciona la justicia en Francia de forma competente. Como película, hay poco que poder reprocharle a una cinta correcta en sus formas, que se sigue con interés y que tiene cierto encanto cuando te ofrece algunos tiempos muertos, esos que sirven para conocer mejor al presidente del tribunal, un hombre temido y odiado por su agrio carácter, pero que en el fondo nos cae bien, gracias al rostro amargo de Fabrice Luchini y sus dotes como actor cómico dramático, pero también gracias al personaje de Sidse Babett Knudsen, cuya presencia, aunque quizá demasiado escasa, ofrece algo de luminosidad en un drama judicial en su mayor parte bastante aséptico, y donde se dejan caer algunas reflexiones sobre la justicia y su finalidad, sobre la moral y la moralidad de jueces y abogados (en contrapunto con doctores y enfermeros), o incluso sobre la cantidad de mujeres y hombres en que se dividen los tribunales.