Ante la espina clavada en el cine de «la realidad siempre supera la ficción», hay directores que alzan la voz reproduciendo lo aquello que marca el día a día de una sociedad siempre convulsa ante nuevas trabas que nosotros mismos creamos. La realidad ficcionada puede ser tan cruel y creíble como cualquier situación marcada con nombres y apellidos, así que el cine social es siempre una llamada de atención incómoda que resucita aquello que se vive diariamente en la calle. De todos esos directores afianzados en esta corriente cinematográfica, los hermanos Dardenne (Jean-Pierre y Luc) han conseguido en los últimos años múltiples loas por parte de crítica y público ante su contenida y cercana visión de la actualidad, siempre acompañada de una puerta abierta a la reflexión y crítica de la misma.
Con El joven Ahmed no bajan la guardia y continúan con su característico estilo para profundizar en un tema complejo y polémico donde no se conforman con una visión superficial, invitando al espectador, de nuevo, a ver más allá del problema inicial. Un tema que les ha servido para destacar en festivales como Cannes, donde cada película que pasa se lleva un galardón, siendo este año el de mejor dirección; también Seminci, donde se ha destacado tanto su guion como el montaje del film.
La película se aproxima —literalmente— a las espaldas de un pre-adolescente que comienza a diseccionar su capacidad crítica ante el mundo en el que vive. Ahmed convive con una familia moderna y un Imán que le muestra un Corán adaptado a sus propias palabras, con una palpable intransigencia hacia las libertades que se toma la cultura occidental. Los Dardenne deciden no juzgar directamente los movimientos del joven, pero sí presentar personajes que se enfrenten a sus decisiones, cada vez más obcecadas en las enseñanzas de las antiguas escrituras.
Desde la cercanía de sus actos nos implican también en un día a día que va deformando su actitud. No buscan inducir al espectador en un aleccionamiento sobre el bien y el mal, pero sí transmitir el que va creando el protagonista en su propia cabeza. Silencioso, con el rostro aniñado e inocente, Ahmed es la perfecta víctima-verdugo que podrían encontrar, y aunque el resto de actuaciones que le rodean no son suficientemente atrayentes, sí aportan una pizca de cotidianidad a los derroteros que va tomando la historia.
El joven Ahmed no induce a una imagen exacta sobre la radicalidad religiosa o los aprendizajes sesgados que llevan a la misma. Tampoco quiere mostrar un ideal negativo sobre la religión musulmana y su cultura (siempre aparecen voces que normalizan y adaptan lo aprendido a su convivencia con el resto de belgas). Los hermanos Dardenne quieren hacer hincapié en una sociedad cambiante y austera que niega la realidad, aceptando las pequeñas mentiras que permiten que parezca que todo sigue en su sitio. Ahmed avanza con un plan exacto y para ello aprovecha distintas incongruencias: que la mentira no es igualmente un problema para llegar a su anhelado paraíso y que los adultos conceden que una persona entra dentro de los cánones de la normalidad cuando aparentemente se comporta como ellos desean.
Aunque es loable el modo en que se afronta el tema distanciándose del juicio pero aproximándose a los actos —motivo por el que claramente ha recibido tantos premios importantes la película—, El joven Ahmed carece de profundidad, y se pierde ante las determinaciones que obliga a tomar al joven, quedando un relato completo y cerrado a expensas de aceptar los vacíos que deja en la historia, rehuyendo así la ambivalencia que podrían sostener algunas de las motivaciones de su protagonista.