Ziad Doueiri y el conflicto palestino-israelí han formado un binomio indivisible desde el debut del cineasta libanés, que ha empleado esa contienda en casi todos sus largometrajes —es, de hecho, la única producción sin participación de su país, la magnífica Lila dice, aquella donde se mostraba ajeno a esos entresijos— evidenciando una evolución palpable tanto a nivel discursivo como formal. Es en este último apartado donde Doueiri ha ido moldeando una obra que se aleja del cine social más combativo, aunque su inclinación por lo político bien podría sugerir un dispositivo muy distinto. Un mero detalle que en manos del autor de West Beirut se convierte en otra de tantas herramientas para llevar su disertación más allá del simple alegato, y conferir a sus personajes capas con las que revestir un aspecto más emocional que, sin llegar a dotar de gran profundidad a sus films, sugiere otros matices que sí ahondan sin embargo en el mensaje político-social en el que continúa haciendo hincapié Doueiri.
Ese contraste ha tomado especial importancia en sus dos últimos trabajos, pues tanto El atentado como esta El insulto que nos ocupa han otorgado una relevancia muy específica a la relación de los individuos con el conflicto, no únicamente porque sus personajes confronten situaciones concretas aducidas por esa colisión cultural, también debido a una concepción de ese mismo conflicto incapaz de obtener una sola respuesta ante la cantidad de tonalidades que puede llegar a ofrecer.
Si en El atentado era una sospecha fundada y su posterior confirmación aquello que movía a su protagonista a querer saber más acerca de los porqués de todo lo acontecido, en El insulto nos encontramos con dos personajes opuestos cuya concepción de los entresijos de un enfrentamiento mal entendido les coloca frente a una ambivalencia capaz de ocasionar situaciones de todo tipo. Ello otorga un trasfondo mucho más interesante al nuevo trabajo de Doueiri al ponernos frente a personajes que, más allá de dogmatismos y estigmas, son en el fondo humanos: tan imperfectos como contradictorios, capaces de llevar hasta las últimas consecuencias una rencilla que incluso parece llegar a amenazar con derruir lo construido en terreno privado.
Lejos de situarse de este modo en un plano meramente discursivo, El insulto otorga incluso necesarios tintes cómicos —como esa relación entre ambos abogados, cuyo vínculo termina antojándose más personal de lo imaginable— que deriva en un absurdo cuyo reflejo queda refrendado por determinadas secuencias, en las que el dislate que termina sugiriendo esa confrontación no hace más que acentuar lo descabellado de una situación que, llegados a cierto punto, ni siquiera se sostiene. Doueiri aprehende así el conflicto mediante distintos mecanismos que marcan tanto la parte dramática apelando a la memoria y el pasado, como la más extrañamente humorística dibujando el peor de los despropósitos —algo que refuerzan secuencias como la del desconocido en moto, en mitad de la noche—.
El complemento perfecto a la disección realizada por un Doueiri que deliberadamente busca huir de un discurso de marcado cauce reflexivo —no por no apelar a la reflexión en sí misma, sino por no querer afrontar un debate demasiado intenso, lejos de sus intenciones—, lo encuentra en dos intérpretes que saben representar esa sinrazón a la que quedan expuestos sus personajes, tanto como una humanidad que no queda representada a través de las palabras, sino de los hechos. Y es quizá en ese punto donde El insulto acierta al lograr que en última instancia lo sutil de las reacciones a todo ese sinsentido quede atrapado en el gesto más sencillo y afable, algo complejo tras el proceso representado que, sin embargo, apuesta por un carácter más conciliador; algo que se antoja axiomático para con la evolución de un cine cuya virtud va más allá de la pura exposición.
Larga vida a la nueva carne.
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