Finalizada la edición 2017 de Cineuropa, L’insulte de Ziad Doueiri, y como se preveía teniendo en cuenta la andadura de la cinta por el circuito de festivales del año, se ha llevado al público de calle siendo la elegida como ganadora de esta trigésimo-primera entrega del festival compostelano. El insulto ha ganado además el premio del público de la Seminci de Valladolid amén de innumerables galardones y merecidos elogios. Actualmente es precandidata en una lista de 9 filmes a mejor película de habla no inglesa para la próxima edición de los Óscar. Lo tendrá complicado compitiendo con las otras cintas preseleccionadas no por atesorar menor calidad técnica o artística —muy al contrario— sino por la arbitraria razón de que la última película premiada en esta categoría el año pasado fue la iraní El viajante.
En Beirut, Yasser (Kamel El Basha, Volpi al mejor actor en el Festival de Venecia) es un exiliado musulmán palestino, un capataz de obra apátrida, residente en un campo para refugiados que trabaja en una obra en cualquier lugar de la ciudad. Toni (Adel Karam), es un cristiano militante vecino de la zona. Un incidente cualquiera desencadena la discordia. Todo comienza a partir de la bronca entre estos dos hombres, con mucho más en común que en contra sin saberlo. Toni riega las plantas en su balcón, el agua salpica a Yasser, las miradas de odio retándose el uno al otro pronostican la escaramuza pero revelan además el profundo resentimiento entre unos y otros. Yasser repara una tubería, Toni la destroza a golpes. Yasser insulta a Toni, Toni se ofende. Cree que los palestinos debieran haber sido exterminados, que Sharon hizo poca cosa, que si de él dependiese hubiese sido cien veces peor que aquél en las matanzas de Shabra y Shatila. La tensión se radicaliza a partir de una trifulca en principio sin mayor importancia, un rifirrafe cargado de testosterona a borbotones, un choque entre xenofobia, prejuicios más religiosos que culturales y mucho odio recíproco, convirtiendo a sus dos protagonistas en el centro de atención de un mediático juicio de relevancia política nacional en el corazón de un país, Líbano, cuya reciente Historia nos será radiografiada a ritmo palpitante.
Rabia, odio, acción y reacción, obsesión en la venganza, devuelven un conflicto aparentemente privado, y más latente que manifiesto, a la primera plana resucitando el enfrentamiento entre dos sociedades religiosas condenadas a convivir sin entenderse. La gresca cobrará dimensiones desproporcionadas implicando a grupos religiosos, letrados oportunistas, al sistema judicial, a amigos y parejas, trascendiendo a revueltas callejeras, incluso salpicando al presidente del país, de manera que Doueiri acabe tomando la parte por el todo, testimoniando como un bando y otro son arrastrados y azuzados en una vorágine de odio incendiario a partir de sólo un rescoldo que se aviva insaciable. Beirut es un auténtico polvorín de rencores enconados y Doueiri nos situará en contexto para entender una problemática local actual, que sin embargo es universal y atemporal.
¿Cuál es ese trasfondo? La irreconciliable mezcla étnica, religiosa; los ecos de la Guerra Civil, las mayorías sometidas, las minorías privilegiadas, la presencia de millones de refugiados (hoy sirios) y apátridas palestinos. El convencimiento por parte de los libaneses cristianos de que los exiliados palestinos son ladrones, invasores. La guerra está servida. Pero no es una guerra personal. Es el renacer del conflicto, un bidón de gasolina sobre las soflamas de aquel fuego aún no extinto excitado por intereses sectarios.
Es un relato con muchísima fuerza. Primero porque los actores son dos bestias humanas. Las cuestiones de honor arrancan de sus entrañas una fuerza bruta arrolladora capaz de enfrentar cualquier desafío a su dignidad. Es una virilidad ruda, agresiva, visceral. Una bronca personal como espoleta para sacar a la luz la tensión entre la población palestina y la libanesa oriunda, las fantasmas de la memoria reciente, la venganza de la Historia, el olvido de las víctimas de las matanzas de Shabra y Shatila y la contumaz lucha de un pueblo humillado por recuperar su dignidad. En última instancia, la constatación de la absoluta incapacidad de una sociedad ultranacionalista vívida en generaciones jóvenes y, de una clase política y jerárquica religiosa, por superar el odio y reconciliarse.
La cámara de Doueiri es rápida y se mantiene muy alerta abriendo una ventana a la sala del Tribunal que enfatizará sobre las expresiones y rostros de sus protagonistas. Mirando de lleno hacia un trauma insuperable de la moderna sociedad libanesa diseccionará los dos lados de la corte, irreconciliables, sin rebasar la tensión inicial entre los dos litigantes pero manteniéndola en la violencia de las algaradas callejeras. El director no se decanta por ninguno de los bandos. Si bien Toni es extremadamente xenófobo y ha precipitado un litigio judicial sin vuelta atrás, Yasser tampoco cede. Ambos, fuera del Tribunal, se preguntarán si haber sobrepasado los límites de lo privado a lo público, desde un insulto que no debería haber ido a más a un proceso judicial que enajena a todo un país, podrá suponer su propia destrucción, la de ambos. El orgullo ha podido con ellos. Y esa es la constatación última de lo absurdo que supone enfrentar rabia y orgullo contra racionalidad y templanza.
Gran película, drama político y judicial intenso, muy merecedora del premio del público de este festival. Para no perdérsela.