Como si nada de ello fuera con un drama que supura, que late en la superficie y está a punto de desgarrarla en cualquier momento, bajo cualquier situación, los primeros minutos de El incendio reconstruyen lo que bien podría ser el instante de tensión anterior a un robo, a una estafa. Así lo plantea Schnitman en dos secuencias iniciales que sugieren cualquier cosa menos lo que viene a acontecer: el fin, o por lo menos un fin teórico, de esos que se respiran pero no se sienten por resignación, por aquello de negar la más real de las verdades. Sea como fuere, en esos dos momentos, lo que se percibe es un apresuramiento, una inquietud e incertidumbre más propias de lo que sería la antesala a un acto delictivo, y que billetes mediante en realidad el cineasta argentino no plantea como tal, pero sí deja resquicios de duda, pues al fin y al cabo esa convulsión en la que nos sumerge El incendio, que planifica e instaura ante nosotros, no viene sino dada por una situación de extrema presión, como aquellas suscitadas por los grandes cineastas del noir allá por los 50 y los 60. Pero no se engañen, no hay nada de ello en El incendio, a lo que asistimos no es a otra cosa que al desmoronamiento y autodestrucción de la pareja.
Aquello que, no obstante, podía proceder de un discurso radicalizado, incluso desnaturalizado, fluye por los vasos de una cinta construida en torno a sus dos protagonistas con una autenticidad fuera de toda duda, tan cruda que incluso llega a ser hiriente —sin recurrir a una violencia, tanto física como psicológica, buscadamente explícita, logra que uno llegue a desviar la mirada—, y capaz de transformar cualquier situación, emerja en el contexto que emerja, en la antesala de lo que verdaderamente se deduce de la relación presentada por Schnitman y traducida a cualquier vínculo emotivo: pura irracionalidad. Es, de hecho, el marco, aquello menos influyente para que esa angustia latente surja y se apodere por completo del ser: no cabe diferencia entre una cena de amigos, un brindis no buscado en el trabajo o incluso un instante cualquiera en ese mismo escenario. Todo nos lleva al fin y al cabo a un cuadro difícil de sostener, no porque el argentino juegue con las papeletas, y acciones o reacciones de sus protagonistas, sino porque el propio estado de ambos así lo sugiere, con lo que todo ello conlleva.
Los sentimientos más desbordantes se dan cita así, y aquello que Cronenberg deslizaba en Una historia de violencia a través de ciertas fijaciones latentes en su cine como el sexo o la propia violencia, Schnitman emplea de nuevo en El incendio a partir de un foco personal: esa violencia alcanza un componente psicológico más hondo sin abandonar cierta fisicidad, y el sexo sigue, como en aquella, siendo presa de una irracionalidad atada a las propias emociones.
Como si de un reflejo pulcro y claro de las intenciones de Schnitman se tratara, Gamberini y una portentosa Pilar Gamboa ejecutan a la perfección las pautas de un film que va más allá de la superficie. Los cambios, imperceptibles o no, nos trasladan además a una interesantísima parábola —centrada en esa difuminada distancia de clases— que por sí sola desgrana las contrariedades y dilemas de un relato en el cual hasta el más mínimo detalle posee relevancia; no tanto porque lo requiera, más bien porque se deduce de las circunstancias que cualquier pormenor podría deslizar casi sin proponérselo una balanza ya de por sí desequilibrada. Y mediante esas puntadas es como define y cierra el cineasta una película incómoda, dolorosa, poniendo punto final al relato con una escena esclarecedora, donde las (no) miradas hablan por sí solas; o las miradas, aquellas que se dirigen a lo material en lugar de a lo emocional, a lo terrenal en lugar de a lo visceral. Una extraña señal de hacía donde nos dirigimos y por qué. Un triste refugio en el que ocultar tanta asfixia.
Larga vida a la nueva carne.