Si nos mimetizamos con el agradable tono veraniego donde se puede gestar una ‹coming of age› cualquiera, no esperamos que esa obligada madurez que todo niño-adolescente debe alcanzar aparezca a base de golpes a diestra y siniestra. Golpes que uno no sabe por dónde van a venir, pero que someten al infante con un chorreo constante. Puede (y solo es una posibilidad) que Delphine Lehericey, dentro de ese idílico marco de campo anegado por tonos ocres y pieles perladas por el sudor, nos quiera avisar de la crudeza de la realidad con una inestable sequía capaz de matar algo más que gallinas. También puede que disfrute asfixiando, y ya no solo de calor, al joven protagonista de esta historia a base de dramas elípticos en los que le obliga a olvidar la fantasía infantil.
El caso es que El horizonte (Le milieu de l’horizon) es bastante turbio aunque rezume de buen gusto. Gus, como cualquier niño despistado de la vida que se precie, está enamorado de su madre, enamorado de su amiga, enamorado de su tiempo libre. Y no sé si por su condición masculina o por necesidades guionísticas, Gus despierta de ese ensueño amoroso ante las evidencias, las pruebas, la colisión ojo-conflicto en un momento digno, elaborado y preciosista para el espectador pero aniquilador para el joven, y aunque el tono del film a nivel visual y próximo a una familia rural de los setenta cualquiera no se pierda como objetivo, nada será lo mismo. Parece que Gus no olía la evidencia, hasta que la pudo ver con sus propios ojos. Será cosa de niños.
El horizonte es una película cíclica, combate en todo momento la inestabilidad sentimental de una familia que aunque en apariencia defiende su dignidad como personas, resulta más bien cargante por sus mentiras. Todos son adolescentes en pleno proceso de adaptación, da igual la edad que tengan, y el verdadero adolescente acaba revolcándose en un estado en el que no sabe si ser un niño caprichoso para siempre o si debe tomar las riendas de todo aquello que ocurre. Quizá la pega está en que la situación obliga por el peso del drama, algo banalizado por el estruendo del verano y su dulzura, y Gus pincela su futuro como hombre porque todo lo malo que podía ocurrir en toda su vida, sucede en el transcurso de unos pocos días.
El film zarandea sin complejos a un ritmo agotador, demostrando que el sofoco de ese calor que parece interminable tiene muchos matices, del sudor a la furia sexual, del resuello a la sequedad o la muerte. El niño contempla, huye, padece, odia, comprende… o simplemente sobrevive como un espectador más mientras los adultos le enseñan el camino equivocado a la madurez. Sí son notables las breves intervenciones de Laetitia Casta, que pese a la sumisión de su personaje tiene suficiente fuerza como para aflorar ciertos sentimientos en quien observa al mismo tiempo que lo hace Gus, dando una nota de color extra a este relato que ligeramente abusa del drama al borde del fiero estallido.
Poco a poco se intentan resaltar los silencios, los amplios parajes, la armonía con la naturaleza y sus seres vivos, mientras se habla del acercamiento a una familia cualquiera en la que los problemas normales de convivencia sobrepasan ciertos límites hasta convertirse en insostenibles. No necesita una guerra, una cruenta venganza, hambruna o juegos de poder para dar forma a esos pequeños matices que cambian la vida de unos y otros irremediablemente. Es quizá lo que muchos valoran en El horizonte, la sencillez con la que todo surge, estalla y descompone la armonía de un verano cualquiera. Pero son tantos los bofetones que van deformando la itinerancia de este chico que saturan la evolución propia de su comportamiento, por muy preciosista que sea la base y muy sincera su intención. Una película sostenida por el alma de las ‹coming of age› y el sepulcro de lo visual por encima de cualquier coherencia vital. La vida no tiene que ser rosa o negra, y sus variantes no siempre son afines al fin del mundo.