El hombre sin culpa (Ivan Gergolet)

Que El hombre sin culpa (L’uomo senza colpa, Ivan Gergolet, 2022) transcurra en Trieste —una ciudad fronteriza de Italia con Eslovenia—, no es una cuestión que se deba pasar por alto. Para empezar, la localización conecta con la historia industrial de la región de la costa Adriática y los conflictos migratorios entre estos países vecinos. Estos aspectos están presentes de fondo desde el inicio, cuando vemos las hiperestéticas imágenes oníricas de las pesadillas de la protagonista del filme, Angela (Valentina Carnelutti), sobre el juicio en el que el acusado Francesco Gorian (Branko Završan) salió impune. Su crimen: utilizar el amianto como material de construcción en sus proyectos a sabiendas de sus consecuencias nocivas para la salud de sus trabajadores, que enfermaron y murieron. Los planos fijos de jueces, abogados y víctimas o el público cubiertos de un polvo blanco dejan poco espacio a la interpretación en su concepción visual efectista y artificiosa, inexistente durante el resto de su metraje. Gorian, responsable a ojos de Angela de la muerte de su marido, acaba postrado tras sufrir un ictus en una cama del hospital donde trabaja como cuidadora. Al conocer a su hijo Enrico (Enrico Inserra), termina por contratarla para ayudar a cuidar a su padre de regreso a su casa.

La condición fronteriza, de tránsito, del filme se hace ver aquí en su narrativa, a medio camino entre una cinta de mensaje —que denuncia el uso sin escrúpulos de este material que cada año sigue aumentando sus víctimas en todo el mundo—, una ‹home invasion› que juega con el suspense de cuáles son las verdaderas intenciones de esta mujer, todavía en duelo, respecto a este hombre y las posibilidades de que se cobre su venganza o haga justicia (según la perspectiva moral que se quiera proyectar sobre su escurridiza y hermética figura) o un ‹thriller› moral digno de la tradición del cine iraní contemporáneo, del que Asghar Farhadi es su máximo exponente. Aunque en sus aspectos técnicos su producción es impecable, la cámara parece quedar subyugada al desarrollo del melodrama, a una expresión emocional contenida e inane que luego contrasta con las burdas ideas que surgen en la relación física y los diálogos de la cuidadora con el enfermo, que oculta su progreso, que es reticente a las indicaciones de salud, que no se comporta con la mínima consideración y no duda en aprovecharse sexualmente cuando tiene oportunidad de tocarla de forma inapropiada.

Por eso destaca la ambivalencia dramática y moral muy frágil y pobremente construidas en la narración, que dibuja a un hombre que se enfrenta a su propia mortalidad y aún así se comporta como un miserable. Y más aún desde la perspectiva de Angela, que llega a experimentar cierta atracción hacia este sujeto y a la vez puede llegar a intentar ahogarle en la misma escena. Lo que acaba en convertirse en una serie de composiciones funcionales de situaciones cotidianas intrascendentes, que parecen sacadas de la iconografía y el arte de tradición cristiana, reivindicando el sacrificio, la piedad y el perdón como virtudes sociales en su máxima expresión. Unos valores defendidos aquí como necesarios para una paz de espíritu, tanto entre nosotros como en nuestro interior, que permite seguir adelante con nuestras vidas sin rencor. Eso deja en evidencia su nada sutil moraleja. Tanto como esa idea que sobrevuela el discurso de esta obra de que la muerte nos iguala a todos, pobres y ricos, buenos y malos cristianos. En abstracto estos valores parecen ideales para cualquier individuo educado en la tradición, pero al instaurarlos en una ficción con personajes y situaciones concretos es necesario justificarlos debidamente. Algo que aquí no ocurre en su atropellado y torpe final, con un giro argumental absolutamente demencial, que acaba con cualquier rigurosidad del relato, al servicio de los objetivos nada disimulados de un cineasta que prefiere imponer a los espectadores un sentido sobre sus imágenes en lugar de que se descubran desde su cuestionamiento.

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