La directora tunecina Kaouther Ben Hania aborda en El hombre que vendió su piel una historia absurda y rocambolesca, en la que Sam Ali, refugiado sirio en el Líbano, accede a ser tatuado en la espalda por un artista contemporáneo sin escrúpulos, quien lo terminará exhibiendo en museos y exposiciones de toda Europa como su nueva obra maestra subversiva. Inspirada libremente en el suceso real de Tim Steiner, esta excéntrica premisa sirve a su directora para reflexionar en clave satírica sobre temas como la amoralidad del mercadeo del arte o la pornomiseria, llevando a un límite radical de deshumanización al protagonista. De este modo, Sam asume su condición de objeto y producto de consumo; su espalda es exhibida en exposiciones y se convierte en un bien material que se compra y vende como cualquier otra obra artística.
A diferencia del caso real, en el que por otro lado se reflejan controversias muy parecidas a las mostradas aquí, el protagonista de esta historia no se muestra en ningún momento comprometido con la visión artística de su comprador. Para él es un trámite medianamente humillante dentro de su propósito de progresar y asentarse en Europa. Esta divergencia del caso real coloca a Sam en una posición de víctima explotada por sus necesidades económicas, que también condiciona el enfoque del debate y realza una postura clara y contundente en su tema. En ese sentido, la película juega hasta cierto punto con un grado de ambigüedad moral, planteando la problemática de este caso pero dejando que se presenten puntos de vista divergentes, aunque a medida que va avanzando llega a su conclusión inexorablemente.
Es posible que esta estrategia resulte en cierto modo tramposa o incluso frívola, pero creo que tiene un cierto sentido para reflejar los desequilibrios sociales que se relatan aquí. Sam no es forzado en ningún momento a vender su piel, obtiene una gran suma de dinero a cambio y puede ir cumpliendo sus objetivos; es por ello que siente que puede reivindicar la autonomía sobre su propio cuerpo frente a aquellos que pretenden convertir su causa en una injusticia social. Este libre albedrío choca sin embargo con las dinámicas de poder que le han permitido llegar ahí: un ciudadano de segunda, de escasos recursos económicos y necesidades inmediatas, cuyo drama es explotado para las pretensiones artísticas de otro. En un determinado punto de la cinta, la disociación entre esta libertad de decisión y lo que en la práctica es una subordinación completa a los designios del artista, a nivel económico pero también a nivel de individuo y sujeto social, se vuelve emocionalmente insoportable y la contradicción echa por tierra la falsa idea de libertad.
Si algo se le puede achacar a El hombre que vendió su piel es que no es, desde luego, sutil. Lleva el terreno de la sátira a una exageración narrativa patente, que deviene en absurdo y que, en ocasiones de forma bastante torpe y casi involuntariamente cómica (pese a ello, el “casi” es importante), subraya su mensaje en exceso. No es una película que busque una visión medida y sosegada de sus temas. No le importa utilizar recursos maniqueos y sensacionalistas para llegar a su punto. Y si éste es un problema para el espectador, se verá progresivamente más alejado de lo que está contando, pero en cierto modo creo que forma parte del núcleo de la propuesta y que, aunque resulte complicado, es un terreno en el que se puede entrar y aceptar el juego propuesto por Ben Hania. En él la cinta corre el riesgo, y probablemente pierda a muchos por el camino, de sonar insensible, burda y facilona. Como en mi opinión lo corren muchísimas fábulas, muchísimas obras sociales comprometidas y muchísimas piezas de propaganda exaltada sin los ademanes de farsa satírica que tiene ésta.
Estando en desacuerdo con ciertas críticas sobre su retrato del mercadeo artístico que siento un poco ingenuas, viendo además cómo esta narrativa no exagera un ápice respecto de lo dantesco del caso real, sí creo que las formas de esta cinta merecen una reflexión profunda e individual, sobre todo en lo que respecta a cómo se enfoca el conflicto de Sam y si su uso como una figura simbólica por la narrativa es en cierto modo también una oda a la frivolidad del arte, aquella frente a la que la propia película quiere posicionarse. ¿Estamos ante una muestra de hipocresía para la galería del prestigio conceptual, o por el contrario es un ejercicio válido el que abraza conscientemente la farsa y la objetificación para reflexionar sobre una realidad? El hombre que vendió su piel puede ser ambas dependiendo del prisma con el que se la mire. De lo que no hay duda es que indiferencia, desde luego, va a dejar poca en el espectador. Yo, por el momento y con algún pequeño reparo, le doy mi voto de confianza a la propuesta.