Me apetece hacer un ejercicio de nostalgia y recordar aquel cine con el que crecí. El cine que me convirtió en cinéfilo gracias a ese innato hechizo para la imberbe mente de un adolescente inquieto por conocer cualquier tipo de cine. El soberbio cine de terror y fantástico de la Hammer. Creo que habré visto algo más de cincuenta películas de este estudio y no recuerdo ninguna mala. Buen cine. Digno, inquietante, visualmente impecable, con una puesta en escena dinámica. Un cine divertido, fanfarrón, pero también tenebroso y trascendente cuando así lo requería. Una mezcla de entretenimiento y arte muy difícil de lograr y que los genios de la compañía británica moldeaban a su antojo sin ningún tipo de problemas. De entre los Val Guest, Roy Ward Baker, Seth Holt, Freddie Francis o John Hough sin duda destacaba como líder y alma mater el maestro Terence Fisher. Un autor que empezó su carrera en el ambiente del cine negro londinense, mimetizando los paradigmas y arquetipos del noir estadounidense para transformarlos en un estilo propio muy british.
Es indudable que esos recursos adquiridos gracias a los patrones del cine negro que marcó sus inicios (rodajes de bajo presupuesto, necesidad de contar múltiples cosas en un espacio temporal muy acotado con el consiguiente requerimiento de imprimir un ritmo vertiginoso a sus creaciones sin detenerse en disposiciones filosóficas, el empleo de una violencia seca y desgarrada, la radiografía de esa condición humana contaminada de muchos vicios y de pocas virtudes, esos montajes sencillos y ágiles pero no exentos de la vanguardia más iconoclasta, etc.) fueron aprovechados por el maestro para trasladarlos al cine de terror y de ciencia ficción que edificó en la Hammer Productions.
De entre las múltiples joyas que engalanan la carrera de uno de esos nombres imprescindibles para estudiar la evolución y la renovación del lenguaje cinematográfico me gustaría destacar esta El hombre que podía engañar a la muerte, producto incipiente del fantástico británico que siguió la huella timbrada los dos años anteriores por las fascinantes e innovadoras La venganza de Frankenstein, La maldición de Frankenstein y Drácula y rodada el mismo ejercicio que dos piezas más populares como La momia y El perro de Baskerville. Quizás el hecho de compartir era con estas perlas ha postergado a un inmerecido segundo plano a una obra maravillosa repleta de guiños y trucos visuales de tono lisérgico que posteriormente volverían a aparecer en dulces como la drogada Las dos caras del Dr. Jekyll. Asimismo este sentido oculto podría venir también motivado por el hecho de otorgar el protagonismo a un actor que con el paso del tiempo ha perdido fuelle entre las nuevas generaciones de amantes del cine de terror como el germano Anton Diffring, un soberbio intérprete que por desgracia no cosechó la inmensa legión de seguidores que sí conquistaron sus colegas Peter Cushing y Christopher Lee, quien aparecerá en un papel secundario pero muy importante.
En este sentido manifiesto mi tributo y absoluta pleitesía hacia una cumbre del cine fantástico europeo como esta El hombre que podía engañar a la muerte. Una cinta que no perdiendo ese enfoque algo superficial dentro de los terrenos del cine de género más inquietante y cachondo, esto es un placer gozoso en toda regla, guarda una inteligente y soterrada metáfora alrededor de los límites morales que entraña esa condición humana que desafía a los dioses en búsqueda de unos parajes no destinados a ser manipulados por los simples mortales. Y es que esa sustancia trascendente y crítica en contra de esos caifanes que osan alterar el rumbo normal de la existencia se halla encajada en una obra más compleja de lo que a simple vista podría parecer. Todo ello sin desmerecer las armas propias de un Fisher que dio rienda suelta toda su magia merced a una puesta en escena ocurrente y amena que no para quieta en ningún momento y en la que siempre pasan cosas importantes, no dando respiro en ningún momento al espectador quien está obligado a permanecer en continuo estado de alerta para evitar perder el hilo de una trama vigorosa. También con esos efectos visuales alucinógenos que conectan sus efectos intimidatorios con los exhibidos por el protagonista.
La película parte de la típica historia de mad doctors sita en este caso en la Francia de principios de siglo XX, pero con una ambientación muy victoriana que delata la presencia tras la cámara de Fisher. Con la escena que abre el film el maestro parece adentrarnos en una especie de slasher al revelar el asesinato ejecutado por una sombra, que no deja mostrar su rostro, de un inocente paseante que para su desgracia decidió caminar en solitario por las calles de un París fantasmal comido por las brumas de la noche. Tras este shock inicial, la cámara recorrerá las calles para visitar la residencia del enérgico doctor Georges Bonnet (Anton Diffring), un apuesto joven que aparte de su labor como facultativo igualmente ha alcanzado cierto prestigio en el ambiente cultural francés como escultor de bustos de bellas damas. En medio de la fiesta organizada para celebrar la presentación de su nueva obra —la escultura de su joven acompañante y actual novia—, conoceremos a su anterior amante: la visceral e impulsiva Janine Du Bois (Hazel Court, la inolvidable Elizabeth de La maldición de Frankenstein) quien arribará al festejo en compañía de un amigo cirujano de reconocido talento llamado Pierre Gerrard (Christopher Lee) con el objetivo de despertar los celos de su antigua pareja.
La artimaña empleada por Janine parece no surtir efecto en la fría mirada de Georges. Sin embargo ésta apaciguará su latente pasión celosa al contemplar escondida entre unas sábanas su busto moldeado por Bonnet. Abandonada la fiesta de repente la tranquilidad y quietud que parecía acompañar la figura del médico se descompondrá en un estallido repentino e inexplicable que solo será calmado a través de la toma de una inquietante bebida de color verde que éste esconde en una caja fuerte. Pero la descomposición facial sufrida por Bonnet será contemplada por su novia, quien en un impulso de marcadas connotaciones eróticas será emboscada y ajusticiada por las perversas y humeantes manos del deforme maestro de ceremonias.
La aparición de un antiguo compañero del medico-artista llamado Ludwig Weiss, nos descubrirá la verdadera personalidad del protagonista que no es otra que la de un científico de mas de cien años de edad que se atrevió a experimentar con una fórmula que no solo desafiaba los límites de la inmortalidad sino que del mismo modo albergaba los misterios de la eterna juventud. Sin embargo esta hazaña presenta dos importantes inconvenientes: la necesidad de trasplantar cada diez años un órgano en el cuerpo del paciente sin el cual los efectos del remedio desarrollado desaparecerían así como la de beber una pócima verde devorada por el médico en la secuencia de apertura para retornar a su original rostro sin arrugas como opción efímera a la espera de ejecutar la intervención quirúrgica. Unos órganos cuya escasez ha arrojado al asesinato a un Bonnet convertido en una especie de divinidad capaz de cuestionar los dictados de Dios.
Partiendo de una novela de Barré Lyndon que ya había sido llevada al cine con anterioridad en la cinta estadounidense El hombre que quiso ser Dios, Fisher desplegó todo su arsenal dando muestras de su talento narrativo escribiendo un compendio que denuncia de manera muy sibilina y por ello inteligente los vicios corruptos que el ejercicio del poder sin límites hacen emerger en la mente humana. Una mente que de las iniciales intenciones filantrópicas que emanaban de la mente del Dr. Bonnet se descompondrá en un arroyo amoral e individualista ajeno a todo síntoma de compartir el secreto de su poder con la humanidad, dando lugar a una personalidad megalómana que se excusa en inútiles justificaciones para defender lo indefendible: el asesinato motivado por objetivos egoístas; alcanzar la felicidad plena. Una felicidad nunca hallada debido a la imposibilidad que tiene el ser inmortal de gozar de los privilegios que otorga la mortalidad: el amor. Pues a Bonnet no le quedó más remedio que matar a sus amantes en el momento en que el envejecimiento hizo acto de aparición en sus compañeras, siendo las estatuas de las mismas ese recuerdo fugaz de los únicos momentos placenteros disfrutados en su inmortal existencia. La conclusión lanza cierta moraleja alrededor de la imposibilidad de alcanzar la inmortalidad, siendo ésta únicamente adquirida por los bustos esculpidos por Bonnet. Algo sencillo pero a la vez insondable, corroborando así que nuestra existencia es efímera siendo postergada por el ejercicio artístico.
Aparte del tono trascendente que ostenta el film, la película triunfa como uno de esos cómics luminosos y entretenidos marca de la casa Hammer. Unos libretos que en apenas hora y media hacían gozar de puro gusto a los fanáticos del cine fantástico. A la pulcritud que desprende cada una de las escenas trazadas todas ellas con un gusto pictórico ciertamente cautivador, hay que añadir la atmósfera colorista y desenfrenada que adorna las secuencias más tremebundas. Una fotografía muy recargada de tono onírico apoyada en unos decorados sencillos pero muy llamativos que sirve como perfecta correa de transmisión de esas premisas opiáceas tocadas por las adicciones desenfrenadas del mad doctor protagonista, muy en el estilo de la mencionada Las dos caras del Dr. Jekyll. Si bien los efectos especiales dan muestras de un talante muy artesanal, los esbozos visuales del film permiten acabar el visionado con la extraña sensación de haber tomado un chute de una droga alucinógena, mimetizándonos de este modo con las sensaciones experimentadas por el protagonista al absorber el jugo de su invención.
Asimismo hay que resaltar una marcada pulsión sexual perseguida sin disfraces por Fisher gracias al erotismo que desprende la jugosa Hazel Court a quien no la hace falta desnudar su anatomía para despertar las apetencias de un público ávido de sensaciones fuertes. El lenguaje empleado por el autor de El cerebro de Frankenstein es sencillamente sublime. Imágenes que dialogan solas con el público sobre todo por su excelente concepción formal y aprovechamiento de los espacios y decorados de interior, ubicados para hipnotizar al espectador sin que seamos conscientes de ello. La profundidad de la puesta en escena es sin duda de genio, mostrando que no es preciso contar con ingentes presupuestos para hilar unas secuencias que hablan por sí mismas empleando para ello desde el elemento más insignificante que acabará siendo importante para insuflar suspense desde la nimiedad hasta la presencia frontal de unos protagonistas cuyos movimientos planificados al detalle ofrecen la información necesaria para desgranar la psicología de cada uno de los mismos.
Sin duda El hombre que podía engañar a la muerte supone todo un ejercicio de estilo de obligado visionado para aquel amante del cine fantástico que desee saborear un dulce de paladar exquisito filmado como los ángeles por uno de esos directores sin los cuales el cine de terror y fantástico actual sería totalmente diferente.
Todo modo de amor al cine.