Planos cerrados, un uso medido de la profundidad de campo y el empleo de la cámara en mano, que nos traslada a la perspectiva de Jaakko, protagonista de esta El hombre ciego que no quería ver Titanic cuya circunstancia, atenazada por una parálisis que le afecta de cintura para abajo, acompañada por una ceguera perpetua, queda dibujada por Teemu Nikki sin que prácticamente hayamos obtenido información sobre el personaje, más allá de esa llamada telefónica que atiende, y que vislumbra su vínculo con Sirpa, una mujer con una enfermedad degenerativa que encuentra en el protagonista algo más que un sostén.
El finlandés, que ya sorprendiera en 2017 con la comedia negra Euthanizer, genera de ese modo un desequilibrio constante con la cámara que prácticamente define el día a día de un personaje que a duras penas se puede valer por sí mismo, interactúa entre las cuatro paredes de su casa a través de su teléfono móvil, y encuentra en la ayuda de una asistente la forma de agilizar ese periplo donde cualquier leve incidente puede derivar en un estado de emergencia… si no fuera por el ‹mood› de Jaakko, convencido de que si hay límites, a la vuelta de la esquina alguien te podrá devolver a tu silla o llevarte de un taxi a un tren.
El hombre ciego que no quería ver Titanic expone el testimonio de dos personajes sumidos en una situación cuanto menos cruda, pero que sin embargo el cineasta recoge con ese tono, si bien no ligero, cuanto menos un tanto cómico, destilando un humor que puede llegar a ser algo ácido e incluso negro, pero que en especial subvierte el carácter de ese panorama creado por la tesitura que ambos tienen que afrontar. No es que, en ese sentido, Nikki busque mitigar un retrato cuyo sino queda descrito en todo momento por su cámara, sino más bien disponer una correspondencia desde la que otorgar una esperanza, una convicción, a dos personajes que encuentran el uno en el otro precisamente el apoyo y humanidad que necesitan.
Es, de hecho, la manera que posee el realizador de comprender tal relación, aquello que transforma lo ordinario en excepcional: poco más necesita que situarnos entre las cuatro paredes de la casa donde vive Jaakko, dar algunas pinceladas sobre su situación personal —incluso escarbando en esa miserable sociedad que se personará más adelante en el film, comprendida por unos vecinos que no hacen más que juzgar al protagonista cada vez que sale a su balcón a fumar— y establecer un par de diálogos —también con el padre de Jaakko, además de con Sirpa, revelando una oportuna cinefilia (ya desvelada en su título) que se extenderá al resto del film— para crear una confluencia que encuentra su auge en esa ilusoria escena donde una canción y la voz de ella sirven para dibujar un instante de lo más bello.
No obstante, si algo se podía dilucidar en Euthanizer es que el universo de Teemu Nikki está repleto de dobleces y es imposible de trazar sobre una única realidad. Es por ello que la repentina huida del protagonista al exterior con tal de conocer definitivamente a Sirpa, derivará en la visión de un mundo amoral y decadente que sirve al finlandés para advertir la presencia de un cine de género difuso, casi bordeando el thriller gracias a ese modo de suscitar la tensión, aprovechando los engranajes formales del film para servir unos minutos que, aunque pudiera parecer que chocan tonalmente con lo expuesto hasta entonces, otorgan un sugestivo contraste de la radiografía ofrecida por el cineasta.
El hombre ciego que no quería ver Titanic podría caer con facilidad en la persistencia de un dispositivo que, sin embargo, no encuentra signos de agotamiento a lo largo de su metraje, algo que logra el autor de Euthanizer no solo no comprometiendo los cimientos del propio relato estableciendo desvíos un tanto temerarios, sino también logrando dotar de cierta dimensionalidad a cada herramienta empleada, desde la distancia focal —que, por ejemplo, separa al protagonista de su móvil cuando perciba la desesperanza de Sirpa ante las nuevas sobre su enfermedad— al propio sonido —amplificado consecuentemente ante algún golpe que recibirá Jaakko—.
Teemu Nikki continúa expandiendo un ideario a tener en cuenta pero, ante todo, manifiesta una ternura en torno a sus personajes que habla muy a las claras sobre la virtud de un cine que no deja de radiografiar la sociedad así como exponer un estado en demasiados instantes incluso más áspero que la propia condición de su protagonista, pero al mismo tiempo es capaz de desbordar una sensibilidad que ni siquiera requiere de grandes gestos o hitos: basta con recorrer 2000 km en taxi y tren para poder “ver” a quien transforma la rutina y mundanidad en una nueva aventura por seguir dando bocanadas al día a día.
Larga vida a la nueva carne.