Francia es un país en el que se tiene muy claro que su cine representa un eje central en su cultura. Así lo corroboran los setecientos millones de euros que se han llegado a invertir en su industria en un año, muy por encima de los vergonzosos treinta y tres que el Ministerio de Educación y Cultura español puede llegar a asumir. Mientras otras ideologías y poderes cargan tintas contra sus responsables, a los que se les acusa de ser unos subvencionados y unos mantenidos, en el cine francés se mantiene el compromiso de contar relatos que parodien la sociedad, que la hagan utópica o que, por encima de todo, revelen los problemas o acontecimientos de los grupos sociales ordinarios.
La inmigración, las relaciones familiares y la educación de los jóvenes son constantes referencias temáticas que mueven los motores de la susodicha industria. Una cifra tan elevada como la mencionada fomenta el abono de cultivo a nuevos y jóvenes realizadores, o no tan jóvenes, con ansias, talento y vocación evidente. Esa multiplicidad de opciones y de miradas convierte a Francia en una cinematografía muy rica, variada y versátil en las obras y contenidos que encuentran su puente de acogida en la gran pantalla. Versatilidad, ante todo, es algo que define muy bien El hijo del otro, más desde el terreno procedimental que temático.
Recientemente hemos podido disfrutar de la última joya del director japonés Hirokazu Kore-Eda Like Father, Like Son, un retrato humanista y observacional del desmoronamiento social y familiar que puede azotar de forma desprevenida a unos pares de personas ante el descubrimiento de una severa negligencia médica pasada. Este film de Lorraine Levy continúa bajo la misma senda temática pero amplia más aún las miras de su resonancia, que no se quedan solo en el cuadro familiar sino que se expanden hacia todo un pueblo y toda una etnia. En plural, para ser exactos.
La paternidad genética es un suceso dado por sentado en el ciclo vital de nuestra existencia, tanto que, de ser accidentalmente manipulado, puede dar a consecuencia un verdadero apocalipsis personal de identidad. La directora no solo focaliza el impacto en el núcleo familiar sino que se extiende a toda una rama ideológica, proyectando en los padres y en sus insalvables diferencias el panorama colectivo de tensión política y conflicto armado del denominado conflicto árabe-israelí. Un material explosivo que la directora francesa ocupa con una admirable voluntad comunicativa, sirviéndose del estudio de caracteres para relacionarlos y alternar los puntos de vista en un intento por alzar la voz en la reconciliación, o al menos aceptación, de las partes implicadas. Algo que representa no solo a las generaciones mayores sino también a las venideras, las jóvenes, que ven en sus padres un espejo de identificación.
Gran alcance cinematográfico que cuestiona la unidad política y social de ambos frentes. Admirable desde su inteligencia, que consiste en no permitir que se cuelen retóricas, miradas ni discursos impostados. Un melodrama familiar de muy altos vuelos que muda su piel con la facilidad con la que se cambia el registro lingüístico en la película, que llega a cruzar el inglés, francés natal, árabe y hebreo en los distintos recorridos del metraje. La atmósfera de amenaza y de tensión contrasta con el tierno humanismo de Levy, cuyo guión acierta en plantear, en incluso a veces responder, las preguntas correctas ante un conflicto de este calado. Una obra que quizás pase desapercibida en su estreno pero que dejará poso y reflexión para aquellos aventureros que la descubran. Entre tanta oferta de cine francés que llega a las carteleras españolas, este es un título que merece encontrar su audiencia y su reconocimiento.