No hay mejor sección en el Festival de San Sebastián para El gran movimiento que la Zabaltegi-Tabakalera, creada justamente para encontrarte propuestas tan hermosamente extrañas e indescriptibles como lo es el segundo largometraje de Kiro Russo. Cuesta acercarse analíticamente a una película que parece situarse entre obras como
Koyaanisqatsi (Godfrey Reggio, 1982) o Tropical Malady (Apichatpong Weerasethakul, 2004). ¿Cómo escribes sobre una obra que constantemente intenta desbordarte a través de sus imágenes y sonidos, que pretende ir siempre más lejos, explorar un más allá, en un principio, inalcanzable? No obstante, es gracias a este tipo de cine y directores como Kiro Russo que, sin autoimponerse limitaciones y creer en la inexistente veracidad de lo asimilable, se puede llegar a ver, escuchar o sentir lo inimaginable, lo inaccesible.
De esta manera, pensar en El gran movimiento como una película que debe ser entendida, explicada, que tiene un significado claro y conciso detrás, sea probablemente una idea contraria a su esencia. Sin embargo, resulta inevitable no caer en la tentación de intentar adentrarse en las variadas y metamórficas formas fílmicas de una obra tan fascinante, cambiante, sorprendente y bella en todos sus sentidos. La propuesta de la cinta de Russo es, básicamente, la enorme exploración de un conjunto de elementos contrarios entre ellos que, a través de la imagen cinematográfica, terminan irremediablemente fusionados los unos con los otros, conformando un gran movimiento del cual el propio cine también forma parte. Elementos arraigados a una manera de entender lo real como un “todo siempre versátil”.
Por un lado, la monumentalidad de los edificios de una gran ciudad a lo alto de la montaña se confronta contra el salvaje acecho de una naturaleza con la que ha de coexistir. Por otro lado, el trabajo del hombre hace funcionar a la máquina y las dinámicas de esta ciudad. Pero también necesitamos evadirnos hacia la fría hospitalidad de la naturaleza, territorio en el que animal y hombre se encuentran y, gracias al cine, la Magia puede llegar a sentirse y los dos cuerpos pasan a ser uno de solo. Russo filma una unión corpórea a través de un baile a ritmo de música electrónica; ahora bien, cada uno de estos cuerpos encontrará en su imparable impulso a moverse una libertad individual que lo diferenciará de esta una masa uniforme. Y será en su propio ser donde surgirá la enfermedad que
invade el cuerpo humano, que lo incapacita para proseguir con sus actividades diarias, pero que también trae consigo una experiencia espiritual, mística, extraterrenal…
El gran movimiento es un cine que sobrepasa cualquier percepción que uno pueda llegar a tener sobre cómo es el mundo que nos rodea. Es una visión extremadamente personal sobre una realidad que, como los recursos que te brinda el cine o el arte en general, es infinita y, en ella, conviven el todo… y la nada. No existe una comprensión
válida de esta realidad, como tampoco puede haber una verdad definitiva sobre el cine. En este “todo siempre versátil” o, si lo prefieren de otra manera, en esta “nada siempre versátil”, no vale la pena intentar encontrar un significado absoluto que de sentido a lo que ocurre a nuestro alrededor.
Un gran movimiento del que somos testigos y participantes está teniendo lugar ahora mismo, intentemos captarlo, sentirlo. Y, si no nos vemos capaces, ya se encargará el cine de hacerlo por nosotros.