Ajena a la necesidad de respetar el orden en que un autor ha evolucionado su cine, no me avergüenza iniciar este texto afirmando que a Frederick Wiseman le conocí ayer, es decir, he comenzado la casa que conforma la filmografía de tan longevo director (ya no por edad sino por volumen de proyectos) por el tejado. Siendo ajena a filias, exigencias y detalles de su cine, me acerco a este El gran menú como principiante en cuanto a Wiseman se refiere, pero con un nivel algo más avanzado en esto de los entresijos en las cocinas de un restaurante.
La que se conoce como alta cocina, eso que parece que practican los chefs en sus restaurantes galardonados por Estrellas Michelín, tiene un concepto más cercano al arte que a lo más elemental: la comida sirve para alimentarnos. Sin embargo, aunque esa necesidad de calmar la furia de nuestros estómagos parezca algo baladí para estos creadores, sí es cierto que la otra parte condicional de la cocina, la materia prima, debe ser comprendida como elemento primitivo que evoluciona al mezclarse entre sí. Parece que ese concepto, el arte a través de los ingredientes básicos y el disfrute de lo efímero ha tentado a Wiseman para acercarse a las metodologías de la familia Troisgros, que ya cuentan con varias generaciones de Estrellas Michelín en su restaurante, con la intención de saber algo más de las exigencias de la cocina con estatus predeterminado.
Al director no le interesan tanto los personajes como su forma de hacer y entender las cosas que tienen entre manos. Es quizá la clave del éxito de un documental de tan larga duración centrada en tres chefs y sus quehaceres, donde el hombre en este caso es un manipulador y a la vez un compulsivo comprador de placeres, siendo siempre el producto el hilo conductor.
Es evidente que ver a alguien cocinar relaja, al menos en este espacio reservado para manufacturar las mejores piezas de cada alimento escogido para el menú. El gran menú (Menus-plaisirs – Les Troisgros) es un documental delicado, luminoso y elitista, que sabe elevar la dinámica que transita un restaurante de estas características al goce visual, ya que el resto de estímulos que ofrece la cocina quedan relegados a un segundo plano (no podemos morder la pantalla ni oler el caldo que reduce hasta su casi extinción, por mucho que su borboteo disfrute de un primerísimo primer plano).
El toque humano es igualmente esencial, pues este paseo del huerto al plato siempre cuenta con alguna persona tremendamente emocionada por aquello que tiene entre manos. Así lucen personajes interesantes como un ganadero preocupado por el tamaño del pasto que comen sus vacas, un enólogo al que podrías dejar hablar durante horas de los vinos con los que acompaña cada plato o aquel que enarbola una tesis sobre la diferencia de poner sal al queso antes o después de darle forma. Es inevitable considerar el documental como un universo blanco sobre la cocina, dando una imagen demasiado amable, pero se puede considerar como un tono que favorece la pasión que quiere transmitir, dejando de lado la parte dura, el verdadero sudor y lágrimas que va ligado a un trabajo de tan alta exigencia. Parece que todo funciona como un reloj, incluso los pequeños fallos que se corrigen durante el servicio se reconocen como tolerados y plausibles, como si considerara Weisman que es necesario recordar que hay partes negativas, pero que estas mismas no forman parte de su carta de amor, anulando la posibilidad de representarlas frontalmente.
Troisgros se convierte así en un limbo inalcanzable, un lugar que puedes disfrutar durante cuatro horas y que no aspiras a conocer más allá de estas imágenes. No imagino a ninguno de los comensales como potenciales espectadores del documental. No importa la duración si eres de esas personas que se relajan viendo a otros cocinar, o tal vez si eres de los que disfrutan de lo hipnótico que resulta que esa dedicación tan exclusiva pueda dar una imagen tan perfeccionista. Puede que en ocasiones decaiga con ese afán de hacer que los protagonistas se paseen por la región aprendiendo sobre la producción local, pero siempre compensa volver a ver cómo se caramelizada un caracol o se funden toneladas de mantequilla para bañar un minúsculo trozo de pescado fresco. Termina y se muestra complaciente con la familia Troisgros y con su labor casi artesana llevada a extremos de belleza y minimalismo, sin intención de crear grandes riesgos fílmicos, simplemente aderezándose con sonidos e imágenes bucólicas surgidas de un tomate o un espárrago, y sientes la placidez y la aceptación de la mentira que también esconde este arte, porque es dinámico y te interesa, en cierto modo, la creación de otro plato imposible que tiene un nombre demasiado largo y más ingredientes de los que puedes reconocer en un solo bocado. Y todo está bien, porque te es ajeno, pero sabes que hay un punto final donde alguien disfruta, paga la cuenta y vuelve a su vida. Solo queda pensar en Wiseman comiendo gratis durante toda la filmación y ya te sientes dispuesta a justificar esta pequeña aventura.
Podéis ver El gran menú en Filmin:
https://www.filmin.es/pelicula/el-gran-menu