Para narrar una historia solo es necesario un hilo conductor y un montón de situaciones breves e inusuales que se conviertan a posteriori en retales vitales para crear un recuerdo, innecesariamente idealista, de esa misma historia. Shannon Murphy siempre ha impuesto en su mirada un apego por lo fascinante, desde sus cortos descubrimos que los relatos de protagonistas femeninas se inspiran por la intensa y fugaz creatividad de su autora.
Así nace Babyteeth (en un ataque de expresividad el título español llega como El glorioso caos de la vida), una llamativa conjugación de micro-relatos con dispares puntos de unión abrasivos que reformulan la idea de las ‹coming of age›. Su título nos hace partícipes de un tema prácticamente inocente: Milla, que todavía es una adolescente, sigue teniendo un diente de leche. Este hecho, que cuando pasa el tiempo se convierte en un dato totalmente banal, al principio parece algo inédito y prometedor para la historia, como si nos confirmara que la inocencia tiene algo que ver con su diente, y que nos llevará a su descubrimiento del mundo a partir de ahí. Nada más lejos de la realidad, Murphy es una chica lista y sabe ir quemando cartuchos a su debido tiempo, para que las promesas de amor y muerte sean solo puntos álgidos que visitar, pero meramente circunstanciales cuando se esfuerza tanto en que sus personajes sientan y padezcan de formas tan dispares que, aunque parezca imposible, acaben siendo la misma persona.
Babyteeth tiene mucho que decir y el tiempo en el cine acaba siendo siempre limitado, así que la directora nos bombardea con todo tipo de lenguajes para enriquecer su mensaje. Uno particularmente gustoso es el empleo de la música, ya sea recordándonos temas populares, o magnetizando una escena en la que aparentemente todo se mueve en un tono, pero a nosotros nos llega otro totalmente ajeno que intensifica lo que vemos hasta convertir lo anodino en bucólico. Bailar en silencio, tocar instrumentos desafinados o negarse rotundamente a hacerlo… La música se transforma en una ilustración complementaria que da pie a conjugar la realidad con un sueño cualquiera. ¿Y qué ocurre con la luz? En un inicio se habla de una foto que nunca vemos, pero que el padre asegura que ese medio rostro quemado por el sol de su hija da siempre pie a conversaciones sobre lo profesional que parece la instantánea. Milla es soleada en ocasiones puntuales y muy comprometidas, pero no es el único momento en el que la incidencia de la luz sobre las personas le da juego a Shannon Murphy, después de ver lo que es capaz de hacer en una fiesta improvisada, con unos proyectores y (sí, me repito) una buena canción superpuesta en algo que aparentemente no debería significar nada, solo un paso extra en el mundo de las ‹coming of age›. O lo que alguno podría tildar de enajenación artística de la realizadora, un tema solo para aquellos que no entren en sus perfilados detalles, algo que ahora mismo se me antoja imposible, por sentirme tan cómoda con lo que he visto.
Sí, lo visual y lo sonoro forman parte imprescindible de este relato, pero serían símbolos vacíos de no ser por sus complejos personajes. Vale, todos tienen un punto de histrionismo rebuscado, pero es precisamente esa barrera personal que los diferencia lo que los transforma de nuevo en sencillos seres humanos. Madre, padre, chica y Moses; todos tienen un peso vital en la evolución de los otros para que este breve paso de tiempo les marque y, como resultado, nos enganchen para querer beber más de sus pequeñas desventuras.
Es cierto, son malos tragos, momentos duros o engaños imposibles los que les mantienen unidos y lo que nos hace pensar que en el fondo son una misma mente rumiante. Pese a su diversidad, todos son drogadictos —no fue a buscar cualquier nexo de unión entre ellos, apostó por la carta más alta—, caprichosos y sienten un gran vacío en sus vidas que intentan llenar con lo que les pueda ofrecer furtivamente el de al lado mientras huyen por inercia de sus propias rutinas. Son todos espejos unos de otros, en distintos puntos de sus vidas, que deben lidiar con el trauma latente que sobrevuela libremente —como todos esos pájaros tan exóticos y ‹aussies› que se entretiene Murphy captando— durante el film. Pero no vamos a vivir solo del drama, porque quizá el mayor referente de Babyteeth sean los esquejes. La película en sí es un rompecabezas, una colección de entradas de diario, un tanto de azar y de “yo me entiendo” —y para esto me recuerdo a mí misma poniendo títulos plenamente significativos solo en mi cabeza a textos que escribía antaño, que nadie se lo cree, pero es que tenían todo el sentido del mundo— que emplea la directora para diseccionar la vida de sus protagonistas. A cada momento, un titular encabeza una nueva escena, sin importar demasiado el orden temporal o la situación concreta, y emplea este movimiento zigzagueante sin una duración concreta ni un peso estipulado en el total de la historia. Es ese anecdotario del que hablaba al principio, todos tenemos pequeñas y bobas historias que contar, y narrándolas con cierta gracia y algo (aunque sea un poco) de verdad, nos convertirían en las personas más interesantes del mundo. Algo así ocurre en Babyteeth, sus protagonistas no son dioses a los que seguir al fin del mundo, no tienen nada de particular por sí solos, pero con una narración corta, ya sea impulsiva o pasiva, nos seducen con esos pequeños fragmentos que nos hacen olvidar ligeramente ese concepto llamado tiempo.
¿Es Milla feliz? ¿Está Milla enamorada? ¿Queremos ver crecer realmente a Milla? Si estas son las cosas que nos pueden interesar de una de estas recurrentes ‹coming of age› de directora debutante que pueblan los grandes festivales en los últimos años, sin duda será lo último que nos preocupe de Babyteeth, porque el cine también está hecho de matices e indirectas, de rodeos, circunloquios o tonterías, y dejarse llevar de vez en cuando por un poco de pomposidad estética cuidada al milímetro para que no sea nauseabunda, tiene algo más de glorioso que de caótico.
Sí, ha sido fácil disfrutar con ella.