«El futuro desconocido rueda hacia nosotros y por primera vez, lo afronto con un sentimiento de esperanza…» Con esta frase, Sarah Connor nos hablaba en Terminator 2 de la incógnita, de la incertidumbre que rodea al tiempo que está por venir, y con ello presenta ese vasto espacio temporal llamado porvenir como un campo repleto de dudas y, al mismo tiempo como oportunidades de cambio, de creencia en lo mutable, en la idea de que nada, ni nosotros mismos, está predeterminado.
El futuro que viene de Constanza Novick dista mucho del universo fantástico de Terminator 2, cierto es, pero de alguna manera funciona como respuesta a la percepción del tiempo que nos ofrecía Cameron. La ironía funciona desde el título, El futuro que viene casi remite a la sci-fi al mismo tiempo que nos vincula con una sensación de cambio inherente al paso del tiempo. Algo que podemos palpar en nuestras propias carnes: envejecemos ergo cambiamos. Sin embargo estos parecen cambios intrascendentes, maquillajes de la propia edad, algo así como la ropa, los automóviles o la música. Lo importante, en el fondo, es la identidad y, como consecuencia de ello, las preguntas que afloran al respecto. ¿Quiénes somos? ¿Nos condiciona el ambiente? ¿Las relaciones? ¿La genética?
Pues bien, de un modo un tanto determinista, El futuro que viene ofrece como respuesta la inmutabilidad del ser humano. A través de décadas de amistad, de vaivenes amorosos, de fracasos y frustraciones profesionales se nos muestra que ese futuro que uno espera no es más que otro presente aún no ocurrido. La identidad es una cárcel de lo que no se puede escapar a pesar de lo circunstancial que lo rodea. Uno es prisionero de sí mismo y la vida una repetición en bucle de gestos, despedidas y reencuentros. No es que no existan cosas como la amistad o el amor, existen, sí, pero como eslabones de la misma cadena que nos ata constantemente a nosotros mismos.
Novick filma este proceso en forma de actos que se interrumpen abruptamente y saltando lustros entre sí. Y entremedio queda el silencio, una nada ni tan siquiera reflejada en un fundido a negro. Un vacío que destruye cualquier atisbo de importancia vital y que refleja una monotonía existencial tan inane que no merece ser remarcada ni por la insinuación de una elipsis formal separadora. Una monotonía rota en pequeñas mini-historias que se suceden en bucles narrativos paralelos miméticos. Diferente tiempo, iguales personajes, sentimientos y desencuentros. Una monotonía que se refleja también en una composición formal que quiere ser espejo del tedio. Un recurso que funciona en tanto que consigue crear esa sensación de inmovilidad pero que se vuelve en contra del propio film al reducirlo también a una especie de mantra monocorde cuya finalidad entendemos tan rápido que parece innecesario seguir con ello durante todo el metraje.
El futuro que viene resulta finalmente una toma de posición no exenta de inteligencia, con una dosis moderada de vitriolo desencantado vital y una reflexión, quizás un tanto cuadriculada, sobre el tiempo y su influencia en nuestras vidas. Aun así, algunos diálogos afilados, las dos interpretaciones principales, y su coherencia estilística y discursiva hacen de ella una película, quizás no del todo redonda, pero sí capaz de generar reflexión y debate. Que no es poco.