Martin Behrens, un agente de la NBA —la inteligencia alemana—, investiga a un emigrante que proviene de Zahiristán, un estado ficticio que no hace falta buscar en los mapas, pero cuya frontera limita con Afganistán. Las milicias islámicas tienen una creciente actividad en aquella zona por lo que, durante un interrogatorio, el agente germano chantajea al emigrante de origen zahiristano, para que los ayude contra varios de sus compatriotas, en una operación secreta. Tras estas acciones se produce un atentado contra simpatizantes islámicos en una cafetería de Múnich entre cuyas víctimas se halla Aurice, periodista y amante de Martin. A esos asesinatos se suma una escalada de sucesos, contraataques, sobornos y emboscadas en la zona bélica lejana, desgracias que también resultan catastróficas. De igual manera que ya lo es la vida conyugal o la mala relación con la hija del espía. Pero Martin sabe que hay algo más turbio, que se oculta detrás de todo esto.
Das ende dar warheit –traducida aquí como El final de la verdad o internacionalmente, Blame Game— es una película que parece sacada de otra época, igual que si hubiera sido producida en los años noventa. Su línea de flotación es equiparable a la de los textos escritos por Tom Clancy con su personaje estrella, el analista Jack Ryan. Cambiando por supuesto la procedencia germana de Behrens, situándolo en el escenario político actual. Aunque deje fuera el componente de acción plena de la saga de Jason Bourne, también toma ese desamparo por parte de los gobernantes, además del desencanto hacia las instituciones y corporaciones opacas, añadiendo el elemento conspiratorio, tan propio de los espías contemporáneos. No se trata de un mimetismo estricto hacia las producciones norteamericanas que, aunque creíbles —con matices— en sus enunciados, resultan demasiado espectaculares en numerosas ocasiones —sobre todo a raíz de la última de 2016: Jason Bourne—. Pero sí se corresponde con ese tono crepuscular, enmarcado por colores metálicos, escenarios amenazadores, situaciones enrevesadas y otros giros que conectan el film de Leinemann con los citados de Paul Greengrass o Doug Liman. En el caso del realizador alemán, formalmente toma más partido por una dirección correcta, funcional, similar a la del australiano Phillip Noyce. Rueda de manera pulcra, lineal, planificada con la comodidad del formato panorámico para mantener distintos centros de interés, aunque más enfocados los personajes en primeros planos o medios. Menos pendiente de la capacidad atmosférica de los paisajes, de la riqueza dramática que otorgan distintos lugares del globo en los que se recrean las escenas.
El mejor ejemplo de la dirección rudimentaria está muy bien reflejado en la larga secuencia de la emboscada, una situación a la que saca solo un provecho de cierto suspense, pero sin extraer toda la profundidad climática del desarrollo narrativo. Sin embargo, esa exposición superficial que no profundiza en la mente de esos personajes en peligro, funciona como el caos realista que se puede intuir en un escenario bélico, sin héroes ni villanos, solo enemigos invisibles que van eliminando soldados y otros objetivos, incapaces de sobrevivir.
Los aciertos de la cinta están acaparados por la falta de una épica que no sirve para la guerra real. La corrección audiovisual del producto, que dota de frialdad a una historia más propia de funcionarios gubernamentales de alta escala, que de mercenarios valerosos e idealistas. También colabora un reparto adecuado, contenido, veraz en sus gestos y actos. Con las presencias destacadas del imponente Ronald Zehrfeld y el joven compañero trepa que interpreta Alexander Fehling. Los dos imprimen de humanidad unos carácteres que resultarían meros maniquíes de otra forma.
Este segundo largometraje de Philipp Leinemann juega en la liga del entretenimiento, usando parámetros que no resultan nuevos, aunque sí válidos, predecibles en ocasiones. Una traslación lógica del modelo de espías norteamericano, sin sorpresas pero sí con solvencia. Aunque sin lograr esa cumbre en boca del jefe de la CIA, interpretado por J.K. Simmons en Quemar después de leer, al decirle a un subalterno: «Vuelva a informarme cuando…. No sé. Tenga sentido». Un diálogo que resume mucho la esencia de este subgénero de conspiraciones.