El cine, durante su larga historia, nos ha traído grandes títulos que tienen como particularidad un argumento relacionado con el mundo culinario, proporcionando al espectador momentos entrañables que le han enseñado a apreciar la buena mesa y conocer la gastronomía de diferentes culturas y épocas, en las que el papel estelar se lo lleva la comida frente a los auténticos y secundarios protagonistas. Dentro de esta amplia amalgama de títulos destacan obras tan sabrosas y tan diferentes entre sí como El discreto encanto de la Burguesía, Chocolat, Comer, beber, amar , El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, y la cinta danesa que hoy nos ocupa, que fue la primera de ese frío país en conseguir un Oscar, además del Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes, y un gran éxito de público en toda Europa.
El festín de Babette nos narra la historia de una pequeña comunidad luterana en el siglo XIX en un pequeño y aislado pueblo de pescadores de la costa de la provincia de Jutlandia, en Dinamarca. Dos hermanas ancianas de edad avanzada: Philippa y Martina (cuya única misión en la vida ha sido prolongar la labor de su padre a través de continuas obras de misericordia), se quedan tras la muerte de su progenitor al servicio de los fieles, cuidando de ellos y renunciando a cualquier posibilidad de placer en su propia existencia. Las dos ancianas habían rechazado en su juventud, que veremos mediante unos bien implementados ‹flashbacks›, la oportunidad de vivir su propia historia de amor. Años después se presenta Babette, una francesa que ha huido de París en tiempos de conflicto, portando una carta de un cantante de ópera que se había enamorado años atrás de Philippa, que les pide que la admitan como sirvienta en su casa. Pasado un tiempo, tras ganar de manera sorpresiva la lotería, Babette propone un festín a lo grande, hecho que provoca gran rubor en la conservadora población, que no ve con mucho agrado el evento gastronómico. Entre sí pactan no dar muestras visibles de satisfacción o disfrute de lo que comen y beben, porque sería pecaminoso. Los mandatos de la religión luterana niegan la posibilidad de disfrutar los placeres de la vida, el amor, la sensualidad, el sexo, o un mero festín alimenticio.
Las compasivas hermanas, pese a considerar la ceremonia un lujo innecesario y próximo al pecado, acceden a la petición de Babette por ser la primera vez que en quince años les solicita un favor. El momento cumbre de la historia lo constituye la exquisita cena que prepara la sirvienta para celebrar el centenario del fallecido pastor. A dicho evento acudirán los lugareños, cuyas relaciones se han ido distanciando con el paso del tiempo, con la excepción del militar, el único de los invitados que se deja llevar por las emociones, conocedor de la vida mundana debido a sus múltiples viajes, que reconoce y admira todos los sofisticados platos que le sirven en esa cena.
El festín de Babette es un canto a la vida muy sensorial y espiritual sobre la celebración de las cosas sencillas, la necesidad de mostrar el talento de cada uno como modo de expresión, la amistad, la tolerancia, la honestidad, el pasado, y la oposición entre el cuerpo y el espíritu. Axel hace hincapié en el contraste existente entre dos maneras de ver el mundo muy antagónicas: la severidad luterana de los países nórdicos frente a la más tolerante católica de la Europa mediterránea. Nos habla de lo absurdo del fanatismo religioso y de la manipulación de las masas por parte de las instituciones religiosas, haciendo confundir a sus fieles la pasión con el sacrificio irreverente. El uso en su primera mitad del recurso de la voz en off ayuda a enfatizar el marcado tono de fábula de la obra, no en vano, se trata de una adaptación de un cuento modesto de Isak Denisen, la autora de la novela en la que se inspiró Sidney Pollack en Memorias de África.
El notable trabajo de los actores es uno de los aspectos más destacados del film, encabezados por la protagonista Stéphane Audran, esposa del fallecido director francés Claude Chabrol y ganadora de la Concha de Plata a la Mejor Actriz por su papel en El Carnicero en 1970. Si bien, ese típico halo de trascendencia tan común en las interpretaciones del cine nórdico se antoja algo innecesario en una historia tan sencilla en su segunda mitad, en las antípodas del cine nórdico más representativo: el de Dreyer y Bergman.
Como suele suceder habitualmente en la cinematografía de esas latitudes, la puesta en escena se percibe muy natural, carente de artificios ni encuadres que se salgan del tono sobrio y sencillo de la narración. El director danés Gabriel Axel examina con su cámara el interior de los personajes con talento y sin prisas, con una serena precisión, como si se tratase del mecanismo de un reloj. La luz en el exterior es sutil y en el interior aumenta de forma natural con las lámparas de aceite. No obstante, este atractivo aspecto visual está al servicio de una historia casi anecdótica tras la muy lograda presentación de los hechos, que se centra por completo en el dichoso festín, pudiendo provocar el empacho del público que sienta indiferencia por el arte culinario. La cinta se recrea sin ninguna prisa en la elaboración de la cena y basa todo su sentido del humor en las reacciones de los estirados comensales mientras degustan los deliciosos manjares. Un cine que peca de inofensivo en su segunda mitad, pero que cautivará a los espectadores que tengan un paladar muy fino.