El poder de las imágenes. Un influjo que desde los albores de los tiempos siempre ha fascinado y alterado la percepción de la realidad del crédulo ser humano. Un ente débil y fácil de viciar. Un hecho explotado por dictadores, mesías y demás voceros interesados en vender su producto a esas masas incapaces de diferenciar su sustancia propia de la del vecino. Algo así como la extracción de la persona del espacio que da cobijo al alma. La resta de valor del individuo en favor de mitos como el pueblo. Esa voz que calla las genialidades minoritarias en favor del supuesto bien mayoritario. Y las mentiras, fácilmente disfrazadas de verdad cuando el gentío ha perdido todo conato de reflexión para abrazar la sinrazón del líder supremo que proclama desde su púlpito toda una serie de embustes que hacen hervir la sangre del patriotismo, del ego, de la superioridad de una raza o religión sobre el resto, de la ideología como dogma irrenunciable frente al humanismo, del exterminio del diferente, de esas intenciones de hacer igual todo lo que suena divergente, de masacrar al débil o al que se cuestiona los postulados dictados por los mismos de siempre, los que nunca pierden, como poco empatan, sea quien sea el que administre la banca del casino.
Unos sucesos que castigan a nuestros semejantes con la repetición monótona de la misma historia de siempre protagonizada por distintas siglas o nombres. Lo vemos en la actualidad. Seguimos cautivos del odio, del egoísmo y de la corrupción. Somos incapaces de entendernos con aquellos que miran el mundo de otra manera. Y ello despierta los tambores de guerra, de satisfacer nuestra dosis de ver correr la sangre. Y todo esto orquestado por las grandes fortunas del mundo, que desde sus despachos y sin hacer ningún tipo de ruido o manifestación que identifique su presencia se reparten a mayor gloria y beneficio los trozos de pastel cambiando dólares, oro o sexo sin ningún tipo de regulación ni control estatal. Ese es el fascismo cotidiano que sigue muy vivo en nuestros días. Como ese fascismo que retrató en 1965 el maestro Mikhail Romm en uno de los más potentes, escalofriantes y soberbios documentos de la historia del cine: El fascismo ordinario.
Mikhail Romm fue uno de los más prestigiosos y queridos cineastas de la extinta Unión Soviética. Siendo un adolescente participó activamente en la Revolución de Octubre, siendo nombrado héroe por sus valerosas acciones en el frente de combate dentro de las filas bolcheviques. Profundo admirador de Lenin, a quien brindó un par de excelentes biografías y documentales, aprendió el oficio de cineasta formando parte del equipo de técnicos liderados por el maestro Serguéi Eisenstein a quien consideró su mentor y del cual adquirió ese gusto exquisito por moldear una composición escénica que aunaba ese refinamiento pictórico con esa fogosidad inherente a la tierra. Destacado autor de melodramas —en mi opinión Romm fue uno de los fundadores de ese melodrama clásico soviético caracterizado por mezclar con mucho acierto la elegancia escénica con el retrato de la pasión enfermiza ligada al desamor— igualmente ocupó un importante papel en el desarrollo de la Mosfilm, de la cual fue presidente durante algunos años. Pero también cultivó una floreciente carrera como profesor en la Escuela de Cine de Moscú, convirtiéndose así en el referente de muchos de sus a la postre excelentes discípulos entre los que se encontraron nada más y nada menos que Elem Klimov, Grigori Chukhrai, Nikita Mijalkov, Marlen Khutsiev o el mismísimo Andrei Tarkovsky. De hecho Klimov y Khutsiev rindieron un homenaje a su maestro ya fallecido montando la que fue finalmente su obra póstuma, el extraño documental Y sin embargo creo.
Tras un pequeño bache creativo, Romm decidió arriesgar inmiscuyéndose así en un experimento ciertamente llamativo. Puesto que El fascismo ordinario dista mucho de ser un documental al uso. Más bien emergió como una especie de reflexión filosófica sustentada en un sano ejercicio de memoria histórica cuya finalidad consistía en tratar de entender y analizar los cauces que originaron el alzamiento del fascismo en la Europa del siglo XX centrando su mirada en particular en el auge del nazismo con motivo de la crisis económica y de valores que tuvo lugar en la Alemania de entreguerras, así como de sus funestas consecuencias para una Europa que en principio vio con buenos ojos la irrupción de una figura populista como fue la de Adolf Hitler que posteriormente casi fulminaría a esa civilización occidental pasiva y condescendiente incapaz de frenar una plaga destructora de la libertad del individuo como fue el fascismo.
Y para construir este ambicioso proyecto Romm utilizó esas mismas imágenes, fotografías e instantáneas que Hitler deformó con el objetivo de seducir al pueblo. Imágenes de los desfiles y puestas de largo del ejército nacionalsocialista, estampas pertenecientes al archivo personal del Führer y asimismo retratos del terror encontrados en los bolsillos de los soldados alemanes aniquilados en el campo de batalla forman el conglomerado de este impactante documental que a través del empleo de un montaje muy dinámico y entretenido, condimentado con unas finas gotas de ironía y buen humor que parodia esa parafernalia nazi tan grotesca como caricaturesca, retrata con un análisis muy riguroso y estudiado las claves y dogmas del fascismo como monstruo devastador de la naturaleza humana.
El documental se divide en dos partes segmentadas a su vez en quince capítulos y un epílogo. Cada uno de los capítulos se apoya en una frase del Mein Kampf para rebatir con una fanfarrona guasa esos axiomas convertidos en religión irrefutable. Para ello resultó imprescindible la narración en voz en off del propio Mikhail Romm quien poco a poco y gracias a un conocimiento en primer plano de los hechos y protagonistas que aparecerán en su obra, desmontará con su peculiar tono desenfadado las teatralidades inherentes al fascismo. Romm descompone con su mirada los rostros del terror. A ese Adolf Hitler cabo del ejército alemán que gracias a sus movimientos de serpiente logró hacerse con el poder total del partido nacionalsocialista. Un divo narcisista, inculto y racista que aparecerá como una marioneta movida por las grandes fortunas del antiguo Imperio austrohúngaro, quienes patrocinaron y promovieron con su dinero la ascensión del pequeño caudillo, contando para ello con el beneplácito de las dinastías regias de Europa (Romm se burlará de esas castas que solo ansiaban perpetuarse en el poder haciendo aparecer en el metraje a Adolfo XIII de España así como a los reyes de Noruega o Suecia —éste último retratado jugando al tenis— fieles cómplices del pequeño Führer alemán). También aparecerán los subordinados del dictador: los Goebbels, Himmler, Göring, Blomberg o Hess acompañando al líder supremo en sus apariciones en público, señalando con el dedo a Hindenburg, uno de esos viejos aristócratas traidores que vendieron al pueblo alemán a las fauces nazis, como uno de los principales culpables del triunfo del III Reich al permitir hacerse con la presidencia al partido nacionalsocialista sin ningún tipo de oposición.
Pero igualmente Romm mostró interés en no centrarse únicamente en el esbozo político, sino que igualmente acotaría la atmósfera social y cultural de los años treinta, introduciendo fascinantes imágenes de leyendas inmutables como Cab Calloway, Marlene Dietrich o sus colegas Ivan Pyryev o Aleksandr Dovzhenko. Y también rescató archivos documentales de Mussolini, estableciendo una divertida comparación entre los métodos rectos y perfeccionistas del imaginario nazi con la puesta en escena chapucera, desordenada y apoyada en el talante absorbente de El Duce del fascismo italiano.
Podría pasarme la reseña recordando las múltiples impactantes imágenes que aparecen en el documental. Creo que no merece la pena. Deben ser desmenuzadas y contempladas por el propio espectador. Porque lo que sobresale en esta obra maestra absoluta del cine es su poder formativo. Creo que una película como El fascismo ordinario resulta imprescindible de estudiar en toda escuela y universidad que se precie. Debería ser un manual de consulta obligatoria. Sí, algunos de vosotros podría censurarme indicando que esta es una película que desprende cierto tufo político en favor de la doctrina comunista. Y yo no podría rebatir esto. Es cierto. Este es un film realizado por un socialista que siempre llevó por bandera cumplir con los dictados de Lenin. Room fue más un Leninista que un Stalinista. No era un dogmático sectario como sí lo era el georgiano. En la mirada de Room se percibe una preocupación por los problemas del hombre del pueblo, del labriego, del obrero, del profesor, del médico… Fue alguien que no renunció a la sustancia propia del individuo frente a lo insípido del colectivo. Ello se denota en algunas de las frases que empapan la narración que sin duda podrían sonar chocantes para un fiel seguidor de Stalin. Esas proclamas pronunciadas por Romm en favor de la individualidad, de la diferencia, del derecho del ser humano a ser libre de ataduras ideológicas parecen no casar con las normas aplicadas por la administración comunista en la URSS. Esto es lo que me entusiasma de la cinta. Su carácter didáctico, su portentoso estudio de la naturaleza humana, de nuestros pecados, de las mentiras que emanan de las propias imágenes, de la facilidad con la que se altera a una colectividad enardecida carente de capacidad de reflexión.
Y de lo crueles que somos. Se podría establecer un paralelismo muy claro y escalofriante entre esas espeluznantes fotografías de muertos, de ejecutados, de judíos moradores del gueto de Varsovia, de esas mujeres desnudas apresadas por partidas de las SS, de esos niños aniquilados por el fuego de las ametralladoras o simplemente ajusticiados a sangre fría de un disparo en la cabeza a quemarropa, de esos soldados alemanes fotografiándose sonriendo frente a los cuerpos mutilados de mujeres violadas y niños descuartizados, de viandantes destrozados y carbonizados por las bombas, de los cuerpos ahorcados alineados como modelos para divertimento del fotógrafo que captó esta instantánea vomitiva (el horror hecho fotografía que será mostrado sin ningún tipo de censura por Romm en los tres últimos vectores del film, sin duda un retrato del espanto, del horror, de los efectos de esos campos de exterminio hoy convertidos en museos visitados por curiosos y de las cloacas del ser humano que no solo impacta sino que revuelve las tripas y la conciencia del espectador como pocas películas lo pueden lograr) con los vídeos de decapitaciones, mutilaciones y ejecuciones varias publicados en youtube con las salvajadas promovidas por el Estado Islámico (uno de los fascismos a combatir hoy en día) o también con las escenas de los diferentes bombardeos librados en Siria e Irak (otro fascismo aprobado por la mayoría de occidente) o también de ese gusto por mostrar en primer plano la violencia indiscriminada que se produce cada día en nuestras calles exhibida en los telediarios y programas sensacionalistas (fascismo cotidiano y ordinario). Un fascismo cuya misión es expandir la cultura del miedo y de la alerta continua en detrimento del entendimiento y la comunicación.
Y Romm también detalla con mucha inteligencia cuales son los medios empleados por los fascistas como Hitler. El engaño y la demagogia. El prometer al trabajador que subirán los salarios y al empleador que reducirá los mismos. Al supermercado de barrio que acabará con las grandes superficies y a éstas que las permitirá prolongar su red de abastecimiento para terminar con el pequeño empresario. A las madres paz y a los hijos guerra. Al campesino tierras, esas mismas prometidas al burgués para instalar sus negocios y fábricas. La contradicción hecha discurso para atraer a las masas con palabras vacías que jamás se llevarán a cabo. Algo que nos resulta familiar. Nos suena a esos políticos que hablan y prometen y no hacen nada. A esos vendedores de humo que van a cambiar el mundo para no cambiar nada. A los que un día promulgan una norma para violarla al siguiente. El fascismo cotidiano que existió, existe y existirá hasta la extinción del ser humano.
A pesar que el film se sustenta fundamentalmente de las imágenes robadas de los archivos nazis (algunas de ellas como hemos comentado ciertamente insoportables por lo cruentas y reveladoras de la barbarie exhibiendo en primer plano los cadáveres carbonizados de las víctimas de los campos de exterminio y del frente de guerra y otras de gran valor histórico como las de esos desfiles marciales del nazismo encabezados por el líder así como las muestras de júbilo y exaltación de un público totalmente entregado a la causa, las escenas que muestran las marchas nocturnas con antorchas perpetradas por las juventudes nacionalsocialistas con quema de libros incluida o los discursos promulgados por Hitler, Goebbels y demás figuras del partido ante un auditorio tan abarrotado como extasiado), Romm también inyectó un cierto sentido lírico a su obra, introduciendo también secuencias de la vida cotidiana del Moscú de los sesenta tomadas en la calle sin ningún tipo de plan ni guión con la intención de encapsular la imagen contemporánea de un pueblo libre del influjo fascista, centrando la atención sobre todo en la juventud y en los niños. Unos niños que acabarán transformados en la metáfora encerrada en el film. Unos infantes dibujantes de bellas pinturas de sus madres y ciudades. El arte y la infancia. Algo indisociable para Romm. Pues como bien proclama en el transcurso de su película, ningún niño en ninguna parte del mundo nace malo. Nace siendo un artista, como esos hombres de las cavernas que dibujaban en las paredes pequeñas viñetas de su hábitat como medio de expresión y creación. Unos niños que juegan despreocupados con un simple árbol en las calles de Berlín oriental. O que miran directamente a la cámara de Romm preguntándose cual es la intención de aquél que ha llamado su atención para fotografiar sus ojos. Los niños son los únicos seres no contaminados por la experiencia. Son el futuro. De nosotros depende su formación. Y podemos caer en el error de manipularlos como esos niños nazis que aparecerán en pantalla mostrando el otro rostro infantil, el corrompido por el odio y esa mirada que desprende fuego y venganza.
Un futuro para nada claro ni halagüeño como refleja Romm en su epílogo. Un final que no ha terminado con la derrota nazi. En este sentido el autor de Nueve días de un año dibuja el fascismo de 1965. En el rostro de los infantes de marina de los EEUU. En el del líder fascista británico que sigue lanzando sus proclamas del mismo modo que lo hacía en los años treinta con la complicidad policial. De esos antiguos líderes nazi que encontraron cobijo en otras latitudes. De los cabecillas fascistas de Chile o Portugal. De los simpatizantes del partido nazi de los EEUU. Y sobre todo, en la presencia imperceptible de esas grandes fortunas que manejan el mundo desde sus despachos. Los jeques capitalistas apátridas. Los magnates alemanes que albergaron el nazismo pero que igualmente se enriquecieron con su caída. Unas sombras silenciosas que no desean salir a la luz pública, amparándose en el anonimato como mejor canal para continuar perpetuándose en el poder manejando los hilos de la economía mundial, sirviéndose de los muertos tanto alemanes como extranjeros que aumentaron sus arcas sin importar un comino la nacionalidad. Pues la patria de los poderosos no tiene fronteras, pero sí cerradura: la de las cajas fuertes que albergan su poder. Siempre ganan los mismos. Siempre pierden los miserables. Y esto es un hecho que jamás podrá ser vencido, pues luchamos contra un enemigo que es invencible, pues siempre obtendrá beneficio en cualquier situación.
Esta es la poderosa profecía con la que se cierra un documento visionario y esclarecedor como es El fascismo cotidiano. Un film de obligada consulta que no debe espantar al espectador por su nacionalidad y procedencia. Pues ante todo nos hallamos con una obra esclarecedora muy bien trenzada y estructurada que muestra con todo lujo de detalles las falacias inherentes al fascismo así como sus peligros. Una cinta que lejos de ser revanchista ni desprender odio juega en otra liga. La de aspirar a concienciar al espectador de la capacidad de manipulación que posee la imagen. Un poder satirizado por Romm que empleará las mismas imágenes que engatusaron al pueblo para ridiculizar a sus inductores de un modo tan divertido y socarrón que resulta imposible no soltar una pequeña carcajada en algunos tramos del film. Puesto que El fascismo cotidiano se eleva como uno de los documentales más divertidos, espeluznantes, fascinantes, inquietantes, iluminados y poéticos de la historia del cine. Una lección de historia y filosofía con mayúsculas que asusta y conmueve sin ambicionar ningún tipo de aleccionamiento moral. Simplemente narrando unos hechos que hablan por sí mismos.
Todo modo de amor al cine.