El fantástico caso del Golem es uno de sus casos donde interviene una subjetividad patente. Ojo, con esto no estamos diciendo que haya películas objetivables, no. Pero si hay un caso donde la subjetividad juega un rol evidente es en esta clase de propuesta. Los Burnin’ Percebes juegan al absurdo, a una suerte de narración de la vida diaria que podría denominarse la cara B de la cotidianidad. Por tanto estamos ante un film que hace de este tipo su humor su baza fundamental y, por ello, más allá de lo cinematográfico se necesita un cierto elemento de conexión. O dicho en román paladino, o entras en el juego o te puedes ver inmediatamente expulsado.
Podría haber ciertos puntos de contacto con un cineasta como Quentin Dupieux aunque quizás narrativamente más compactos. De alguna manera no hay saltos de lógica en el asunto, sino un establecimiento de un universo cercano, reconocible pero que rige con normas diferentes a las nuestras. Es por ello que el humor no brota tanto del argumento, sino de la transgresión de lo mundano, de lo imposible o extravagante asumido como normal.
Hay espacio, sin embargo, para orquestar un discurso al respecto de elementos que están a la orden del día: la soledad, la mezquindad, las citas de internet, todo ello está tratado de forma colorida y, al mismo tiempo, a pesar de lo esperpéntico, hay un deje de realidad que hace de los directores unos cronistas de la alteridad líquida que son las emociones de nuestra época.
Esto funciona, así mismo, con el tema principal de la película, la necesidad de la existencia de los golems de cerámica, una especie de seres artificiales creados para satisfacer las necesidades de aquellos a quienes se les asigna. Algo que puede parecer chocante pero que, al fin y al cabo, nos habla fundamentalmente de soledades y exigencias. Y es que, a pesar del tono humorístico, el trasfondo es de una tristeza manifiesta. A saber: el reconocimiento de un mundo agotador, inmediato y demandante que, como respuesta, ofrece cambiar el modelo mediante sustitutivos artificiales destinados a ayudar aquellos que no pueden seguir el ritmo. Y si vemos que ello se plantea como negocio («no somos una ONG», dice uno de los protagonistas) se entiende que hay un nicho importante de gente a satisfacer.
No, tampoco estamos queriendo hacer de El fantástico caso del Golem y de sus directores un ejemplo ni adalid de lo que podríamos llamar cine social. Sin embargo no es menos cierto que tras esta máscara de extravagancia subrepticia se esconde, sutil pero reconocible, todo un retrato de lo social, de sus miserias y dolores. Una descripción que funciona porque es lo suficientemente hábil como para no caer en una ferocidad extrema ni en una amabilidad acrítica, quedándose en el punto justo de acidez para que lo risible no se convierta en amargura y, sobre todo, para no desviarse del foco fundamental que no es otro que hacer llover pianos sobre la negrura y hacer de la propia película un golem para la tristeza.