Dirigida por Boris Ingster, cineasta de origen ruso que no llegó a sobrepasar los tres títulos en la época dorada de Hollywood, El extraño en el tercer piso compone uno de esos mosaicos donde el ‹noir› se entrega a su vertiente más psicológica y disgrega las claves del género para poner a su protagonista en el ojo del huracán, volviéndose sobre sentimientos de lo más contradictorios que atormentarán a ese personaje revelándose como uno de los puntos fuertes de este pequeño título, que merece ser rescatado.
A raíz de un presentimiento, uno de esos elementos tan infravalorados en el género que cautivó a más de uno en una obra capital como Perdición gracias a los enanitos de Edward G. Robinson, se forja en El extraño del tercer piso un atípico ‹noir› de serie B en el que Ward, un periodista local, cree haber identificado al asesino del dueño de un bar. La indiferencia tanto del juez como del jurado harán el resto, condenando al presunto culpable (que a su vez también es presunto inocente) a pena de muerte. A partir de ese momento, surgirá el remordimiento por la incerteza de haber tomado o no la decisión adecuada, haciendo que Ward se suma en una espiral de dudas que se acrecentará con la presencia de un extraño merodeando los aledaños del edificio en el que vive. Cuando ese extraño abandone el edificio tras ser descubierto —y perseguido, a posteriori— por Ward en el rellano de su piso, éste empezará a sospechar que uno de sus vecinos, por el que no siente ninguna simpatía, podría estar muerto.
Desde ese instante se iniciará un verdadero ‹tour de force› actoral en el que Ward se verá asolado por la terrible sospecha de que él podría seguir el mismo camino del muchacho al que condenó, Briggs, volviendo así sobre los pasos de este e incluso entrando en un halo pesadillesco cuya aura se va oscureciendo con los minutos y parece querer arrastrarle al mismo fatal destino de su acusado. John McGuire da la réplica perfecta sin desbordar un delirio que Ingster compone con trazo: una iluminación cada vez más tenebrosa y bizarra, una composición que se arraiga a la más pura alucinación y un mini-clímax que se funde en la locura para destacar ese sentimiento de culpa. También se agradece la escasa teatralización a la que se expone McGuire con un personaje y un espacio que quizá hubiesen dado para ello, pero que el actor sortea hábilmente terminando por salir airoso.
También sale airoso un reparto que contiene nombres como los del mismísimo Peter Lorre, que en una sombría interpretación que expone las dudas existenciales de un personaje trastornado, acierta en sus pocos minutos en pantalla; Margaret Tallichet —que dejó su corta carrera para casarse con William Wyler—, cuya solvencia queda fuera de toda duda, en especial dando el tipo ante uno de esos genios atemporales como el ya mencionado Lorre; y una (desgraciadamente) eterna secundaria, Elisha Cook Jr., cuya sola presencia ya merece la pena gracias a la expresiva mirada de un actor que con toda seguridad mereció mejor suerte.
Su hubiese que achacarle algo al trabajo de Ingster sería un último tramo en el que intentando atar cabos y buscando una solución que no comprometiese en exceso una conclusión que podría caer en el ridículo, deja la resolución en manos de una baza demasiado vaga a la que tampoco favorecen sus ingenuos diálogos y que, sin terminar de desmontar ese convincente final —en especial gracias a la labor de un gran Lorre que nos hace creer en la naturaleza de un personaje al que, inteligentemente, no se había dado espacio ni margen para ser examinado anteriormente—, sí resta enteros a una propuesta donde Ingster expone soslayadamente un alegato en favor de la presunción de inocencia ante la impasibilidad de una sociedad —reflejados en ese despreocupado juez o algún miembro del jurado durmiendo— cuyas preocupaciones iban más allá de los granujas que un día ellos mismos crearon.
Larga vida a la nueva carne.