En el primer plano de El emperador de París se palpa ya una extraña decadencia que, sin embargo, no entronca ni mucho menos con el tono que mantendrá a partir de ese momento el nuevo trabajo de Jean-François Richet junto a Vincent Cassel (su actor fetiche por excelencia); no obstante, esa apertura, que sirve además para introducir a dos de los pilares centrales de la obra, conecta con una extraña vocación discursiva en torno al poder y aquellos estamentos que poseen una particular influencia en las idas y venidas de un marco que se antoja meramente social, pero que se extiende y comprende mucho mejor desde la incursión de elementos ajenos siempre pendientes de intereses propios. Cierto es que en ese sentido el film del galo no es, como cabría esperar —dada la vocación genérica que posee El emperador de París—, ni mucho menos sutil, haciendo reposar el peso de su disertación en personajes un tanto aislados de la trama central —siendo los roles de Kurylenko y Luchini los más reveladores en ese aspecto—, pero ello queda resuelto en cierta medida a través de un aparato formal un tanto tenaz —esos juegos de espejos, que envuelven en esencia al personaje interpretado por la actriz rusa— y de la medida carga que se otorga a dichos individuos dentro del relato.
Tras nombres como los de Jacques Daroy, Douglas Sirk o el denigrado Pitof, Richet aborda (nuevamente) en El emperador de París la crónica alrededor de una de esas figuras relevantes en la historia del país vecino, la del célebre investigador privado Vidocq. La óptica del autor de Mesrine, habitualmente asociada a un panorama como el del thriller —no olvidemos su reciente Blood Father o que el galo fuera el autor del remake Asalto al distrito 13—, no dibuja sin embargo el panorama idóneo para aquello que se podría transformar en una epopeya de carácter histórico; y es que tanto en la construcción de un personaje repleto de aristas —de delincuente convicto a informador policial— como en los recovecos de una era turbulenta, se encontraban quizá las claves de una obra cuya tentativa es, en cambio, muy distinta. Quizá, y a raíz de esa decisión, El emperador de París desdeñe algunas de las cualidades de un poderoso tótem, haciendo confluir de ese modo el contexto fijado con aquella raigambre genérica de la que hablaba, y que atañe principalmente al cine de Richet y a la forma de expresión más elemental que parece conocer el francés.
De este modo, la fuerza de una figura como la que centra el relato, queda diluida en torno a unos primeros compases que no terminan de acercarnos a la esencia del personaje; así, desde diálogos a una narrativa fragmentada que no facilita el hecho de atisbar una composición sólida, inciden en un terreno al que, sin lugar a dudas, le falta mordiente; hecho este último que ni siquiera compensa la presencia de un Vincent Cassel que parece tan fuera de lugar como el propio Richet. Es, no obstante, la perseverancia, y la medida de un tempo que poco a poco va recogiendo una mayor consonancia para con la propuesta —que en un principio se siente deslavazada, incluso un tanto apresurada—, lo que otorga a El emperador de París una nueva perspectiva, comprendiendo tanto su desarrollo como un último acto perfectamente compensado, que llega a interpretar desde lo formal el peso de la propia crónica —llegando a acercarse en algunos compases al Brian de Palma más ochentero—, como el contrapeso idóneo desde el que rearmar el film. El emperador de París arroja, pues, una visión distinta, que contrasta con la labor de Richet, ensalzada tanto desde su parte discursiva como a través de un formalismo que sabe cómo converger ante las particularidades de la propuesta; un film que lejos de indagar en la naturaleza del personaje, se rearticula a partir de sus cimientos con mayor o menor tino, pero sin duda con la firmeza necesaria como para no naufragar.
Larga vida a la nueva carne.