El eco (Tatiana Huezo)

El espíritu de la colmena

Decía Víctor Erice que «el rostro de Ana Torrent descubriendo el cine en El espíritu de la colmena, vale por una filmografía entera». Pues bien, partiendo de esta premisa, la cineasta Tatiana Huezo ha configurado un verdadero ejercicio de veracidad vital que, desde que su primer fotograma es proyectado en pantalla, se transfigura en un ejercicio de vitalidad cinematográfica que bien puede valer por una filmografía entera, puesto que el milagro que encierran sus imágenes no es otro que el descubrimiento paulatino que unos niños hacen de la vida, de sus aristas escondidas detrás de unos pliegues dispuestos a su alrededor para ocultarlas, para esconder el dolor, la muerte, la soledad, la injusticia y el desasosiego, para disimular las infinitas asperezas que conforman un mundo para ellos desconocido. Los pequeños viven en El eco, un pueblo que, situado en mitad de un valle en México, se ve constantemente asolado por el frío y la sequía. Allí, la primavera y el otoño tienen el mismo color que el invierno, y sus habitantes, todos ganaderos o agricultores, se ven asediados por una precariedad desoladora.

Es El eco un documental que despliega en la pantalla los fragmentos de unas infancias ensombrecidas por la pobreza y el machismo que, según el estímulo, el descubrimiento o la experiencia que estén viviendo por primera vez, se iluminan o se oscurecen (aún más) delante de una cámara —y una mirada—, la de la directora, que rechaza los mecanismos de puesta en escena habituales en los documentales en favor de unas imágenes en las que conviven los gestos técnicos de la ficción y la espontaneidad genuina y libre de la no ficción. Toda la cinta está construida sobre la gestualidad en llamas de unos niños que, día a día, van deshojando un mundo en el que la fuerza de su imaginación, la transparencia de sus sueños, carentes de dobleces, y la inocencia con la que encaran la cotidianeidad, pronto serán cercenados.

La adultez acecha, agazapada detrás de cada desengaño, y, con ella, la dureza de una sociedad estratificada en clases —maravilloso el momento en el que una de las niñas explica la Revolución mexicana— que se sostiene sobre la explotación de los de abajo. Así, Huezo convierte los rostros de los protagonistas en pedernales de expresividad demoledores, a través de los cuales diseña el aparato discursivo de la cinta, sirviéndose únicamente de la imagen y los sonidos. Las palabras, por tanto, acompañan a los niños, forman parte del mundo que están descubriendo, pero nunca son utilizadas para explicitar las ideas que hierven dentro de cada plano, sino que se convierten en el abono que las permite germinar. Hay, dentro de cada escena, una reacción a un estímulo, diálogo, presencia o ausencia —siempre situado fuera de campo— que convierte la obra en una concatenación de reacciones que, pese a su aparente carácter hermético, adquieren sentido a fuerza de dárselo a todo lo que está a su alrededor.

La tristeza inundando el rostro de una niña que escucha a su padre proferir comentarios misóginos con los que pretende que se vaya haciendo a la idea de que su vida debe estar subordinada a la de un hombre es, además de uno de los momentos más dolorosos de la cinta, la demostración más clara del talento de la realizadora para capturar la vida, con todas sus astillas, al vuelo. Huezo, empleando una puesta en escena impresionista que encuentra el andamiaje perfecto en un diseño sonoro cuidado hasta el extremo que imbuye al espectador dentro de las imágenes, ordena el desorden de la existencia y consigue, en fin, una obra que bien vale por una filmografía entera.

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