Ya convertido en uno de los principales innovadores del lenguaje cinematográfico en los primeros años de vida del cine y con un bagaje a sus espaldas de incontables cortometrajes, algunos excepcionales otros menos buenos, Georges Méliès continuó explorando nuevas vías de desarrollo con un extraño y empírico cortometraje en el que introdujo unas primeras pinceladas de cine erótico en una película realizada para ser vista en circuitos eruditos y comerciales.
Y es que El eclipse: El cortejo entre el Sol y la Luna se sitúa en un territorio intermedio entre esas primitivas cintas protagonizadas por toda una serie de personalidades extravagantes tales como magos, astrónomos, hechiceros, diablillos, boxeadores, fotógrafos, aristócratas, músicos, verdugos, artistas de circo, pintores… ubicados en un único escenario irreal maquillado con cartón, piedra y pinturas expresionistas ornamentado con toda una serie de gadgets y habitáculos presentes en el ambiente para apoyar las diferentes travesuras cometidas por los múltiples personajes que llegaban a compartir un mismo y reducido espacio encapsulado en un inamovible plano fijo, y esas otras piezas mucho más trabajadas desde el punto de vista narrativo en las que Méliès iba jugando con diferentes sucesos acontecidos en dispares y oníricas localizaciones hilvanando así unas tramas más o menos complejas en las que se podía contemplar ya un relato clásico cosido con su inicio, su nudo y su desenlace a imagen y semejanza de esos textos literarios, pero descrito con imágenes en lugar de con letras y palabras.
Aquí, la cinta arrancará en uno de esos escenarios mágicos y pintados con mucho ingenio por el maestro: una habitación que más parece de un castillo medieval que de una universidad, donde va a tener lugar una clase de astronomía impartida por un viejo maestro interpretado por un Méliès caracterizado con una largísima barba blanca y un vestuario absolutamente kitsch. En este fantástico plató aparecerán por un lado un grupo de estudiantes y por el otro el profesor acompañado por un par de asistentes. Ya sentados ambos grupos en sus espacios reservados, el maestro empezará a impartir un magisterio que aburrirá como una ostra a su asistente, quien se echará una siesta delante de su instructor. A medida que avanza el metraje Méliès inyectará ciertas gotas cómicas a través de las diferentes acciones esbozadas por profesores y alumnos, siendo especialmente hilarante el carácter descocado y torpe del viejo profesor.
De repente, el maestro dibujará en la pizarra lo que parece la explicación científica de un eclipse de sol, dibujando la diagonal recorrida por ambos astros para crear este fenómeno astronómico. Acto seguido, profesores y alumnos emplearán unos telescopios para observar el fenómeno que va a acontecer. Aquí se producirá la primera ruptura conceptual en el corto, puesto que el astrónomo y sus asistentes abandonarán el único escenario donde se había desarrollado la trama para acceder a un nuevo contexto situado en la parte superior del edificio, donde a través de un enorme ventanal visualizarán el eclipse.
Y a continuación un truco de montaje nos llevará a un nuevo plano fijo ubicado en un oscuro horizonte que representa el universo y que será violado por la aparición por un lado de la luna y por el otro del sol. Dos cuerpos celestes estampados con un par de rostros masculinos y claramente humanos. El sol personificado como una especie de viejo verde degenerado y salido que no deja de sacar la lengua para mostrar su infinito apetito sexual. La luna ataviada con la tez de un joven mancebo de figura virginal y afeminada, pero también apetente por sus obscenos gestos. Ambos luceros se van acercando poco a poco. Se guiñarán el ojo, se sacarán la lengua como señal de inicio del cortejo. Se nota que ambos están en celo y que no será necesario perder el tiempo con improductivas técnicas de ligoteo.
Así, el Sol se situará unos segundos en la retaguardia del sensual satélite que arde en deseos de ser sodomizado mostrando en su rostro el placer que le ocasiona su compañero por detrás los segundos que dura el fenómeno astronómico que da título al film. El eclipse ha alcanzado su cenit y la luna experimenta un orgasmo que se percibe por los gestos de gusto y satisfacción que deprende el rostro barbilindo y galán del satélite. Tras unos segundos de penetración, el sol se apartará de la luna siguiendo su propia estela, y aparentemente no demasiado satisfecho, alejándose de su compañero hasta el siguiente encuentro.
Una vez culminado el evento harán acto de aparición una serie de planetas invitados que serán guiados por una deidad, adornando la reunión con su atractiva presencia. Igualmente, se personará una lluvia de estrellas tan hermosa como las damas que representan a estos esbeltos y modélicos asteroides que viajarán en pareja en una trayectoria que se asimila a un preliminar de ardiente empotramiento en medio de un torrente de fuegos de artificio y nubes traviesas.
Tras estas alucinantes y alucinógenas secuencias, Méliès retornará al punto de partida, esa especie de castillo medieval convertido en claustro universitario, para rematar la faena con la representación de una última secuencia absolutamente hilarante, en la cual se mostrará al astrónomo cayendo desde la ventana donde se encontraba observando a estos fenómenos astrales, parece que presa del arrebato y frenesí estimulado por la belleza de las figuras femeninas disfrazadas de estrellas. Sin embargo, el profesor no morirá aplastado, sino que un barril de agua amortiguará la caída mientras sus discípulos se divierten con el esperpento.
Este es el argumento que engalana los nueve minutos de duración de una obra tan atrevida como experimental. Una cinta picarona, erótica, cómica, húmeda, innovadora, osada, cachonda, encantadora, muy entretenida, moderna y visualmente imponente. Parece mentira que hayan pasado más de cien años desde que Méliès concibiera este corto como un experimento ideal para desafiar la fina línea que separa lo políticamente correcto de lo transgresor. Puesto que en El eclipse: El cortejo entre el Sol y la Luna no solo se percibe la exhibición de una de las primeras escenas eróticas del cine comercial, ese breve coito disfrutado por el sol y la luna bajo el disfraz de un eclipse, sino que igualmente el maestro supo penetrar en terrenos más farragosos, sumergiendo en un refinado aroma homosexual al proyecto. Puesto que los masculinos rostros de el sol y la luna reflejan a dos machos con ganas de sentir los placeres de la carne. Con un rostro pervertido total en el caso del sol y de bisoño que va a perder la virginidad en el caso de la luna. El hecho de que el sol se sitúe en la retaguardia del inocente e inmaculado rostro de la luna proporcionándole un placer fácil de adivinar, refleja las pretensiones del mago del cine de provocar a la puritana sociedad de su época, transformando las imágenes creadas en una llave con la que exponer tabús prohibidos por las retrógradas mentes existentes en unos años en los que ser homosexual equivalía a ser un apestado, lo que obligaba a esconder los instintos dentro de los armarios.
Lejos del tono conscientemente homoerótico de la famosa escena central, El eclipse: El cortejo entre el Sol y la Luna se destapa como uno de los mejores trabajos desde el punto de vista narrativo y visual de Georges Méliès gracias a su ejercicio experimental desde muy diferentes perspectivas, siendo la visual una de las más llamativas por medio de unos escenarios fascinantes y atractivos concebidos por una mente enferma de cine y fantasía. Asimismo, una representación del eclipse tan delirante como sutil, y unos trucos de ilusionista que premian la lírica narrativa que anhela contar una fantasía de tono retórico y burlesco, amparada en una farsa sazonada por diferentes capítulos y escenarios, en detrimento del impacto efímero de esos trucos de magia que protagonizaban la mayoría de los cortos del francés.
Todo ello convierte a esta obra en un regalo repleto de magia, ocurrencia, enredo, guasa y vulneración de lo establecido. Un dulce encantador cocinado con la maestría propia de uno de esos genios sin los cuales el séptimo arte no hubiera alcanzado las cotas de magnificencia que adornan sus ya más que centenarias vitrinas.
Todo modo de amor al cine.