El diablo fuma (y guarda las cabezas de los cerillos quemados en la misma caja) (Ernesto Martínez Bucio)

Una película sobre la infancia puede abrumarnos ante el despliegue fantasioso de la mente de sus protagonistas. Al fin y al cabo, eso que rige en el interior de la cabeza de los niños es caótico: está llena de unicornios y seres fantasmagóricos mientras lidian con el orden establecido y las toneladas de normas que les intentan inculcar los adultos para, en un futuro, ser candidatos a comportarse como seres funcionales.

Ernesto Martínez Bucio lo sabe y lo aprovecha para convertirlo en un lenguaje cinematográfico exclusivo en su debut El diablo fuma (y guarda las cabezas de los cerillos quemados en la misma caja). No es pura la anarquía en el film aunque parezca que no exista una narración al uso, todo tiene un significado y un peso en su reafirmación principal, todo tiene un sentido y una motivación para justificar cada movimiento, incluso para darle un sentido original al título de la película. La historia de terror y fantasía nace en esta ocasión cuando la madre de cinco niños decide no volver a casa desde el trabajo y el padre de los mismos se sube al coche para salir en su busca.

No ignora la existencia y las claves de los adultos, pero sí aprovecha su ausencia para reconstruir el árbol genealógico que sustenta esta casa llena de gente a la que no le interesa lo que ocurre fuera de sus muros. No partimos entonces desde la perspectiva de cinco niños desamparados, pues su abuela, metida en su propio mundo disociado, les acompaña en la casa y la situación, tal y como dan a entender los niños, no es nueva. Lo que sí encontramos es un universo único marcado por el limitado espacio que contiene este día a día. Comparte esa inquietud alimentada por cinco cabezas de distintas edades con la obra magna A las nueve cada noche (1967) de Jack Clayton, donde las necesidades de sus jóvenes protagonistas quedaban delimitadas por las paredes que conformaban su hogar, proponiendo una bella y valiosa idealización del mundo a través de unos ojos muy abiertos que conocen unos límites muy estrictos, siempre ansiosos por quebrantarlos, siempre temerosos del resultado si lo logran.

Desde las neuras de una anciana que les confirma constantemente que el Diablo les vigila a los juegos perpetuos de unos niños de muy diferentes edades que afrontan la soledad compartida según conozcan el mundo exterior, se va contorneando una rutina errática, por momentos divertida, por momentos trágica, donde todo parece posible. No descarta el dibujo social en un escenario único del que no conocemos mucho más que algún vecino inquietante, sin perder la oportunidad de enfocar el relato hacia momentos cercanos del pasado a través de grabaciones caseras donde conocer otra mente desordenada como la de una madre, que viaja durante unos segundos por una incontenible consecución de emociones contrapuestas. Surgen pues pequeñas intrigas alimentadas por la imaginería general de los habitantes de la casa, donde pesa más el misterio interno que la realidad que algunos conocen. La cámara es cercana y delicada, simplemente sigue el brillante desparpajo de sus inocentes actores, haciéndoles compañía más que marcando sus pasos, un verdadero regalo para el director, pues le permite llevar a buen puerto su revisión de la soledad compartida, en una casa donde a ratos las sombras dan cobijo a la imaginación y en otros el mundo exterior, pese a los cálidos días de verano durante las vacaciones, quiere tomar partido para volver a instaurar el orden y la normalidad en sus vidas.

Es quizá la magia donde nos queremos perder en El diablo fuma (y guarda las cabezas de los cerillos quemados en la misma caja), ese ladrillo que deja un pequeño hueco al exterior, esa llave custodiada de la puerta que permite generar guerras con lo que acontece tras sus márgenes, esas furtivas opciones de penetrar en lo extraño mientras los pequeños van perdiendo el interés y alimentando la necesidad de seguir unidos y revueltos bajo el amparo de un misticismo superior que ilumina este diario. Son solo niños siendo niños, con su crueldad, fiereza y parsimonia, con su habilidad para enternecer e irritar, con la vigencia del intrusismo que cometemos en su disperso hogar.

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