Sin duda Edgar Neville fue la gran estrella del arte cinematográfico español de la primera mitad del siglo XX. Edgar fue uno de los artistas más polifacéticos de la escena española. Poseedor de una biografía apasionante y heterodoxa. Como es conocido Neville formó parte de la denominada «Otra Generación del 27» a la que pertenecieron nombres como Miguel Mihura, Jardiel Poncela o Álvaro de la Iglesia, todos ellos intelectuales falangistas, brillando el arte de Neville con luz propia gracias a una obra poseedora de un marcado carácter socarrón e irónico, con pretensiones de captar el costumbrismo madrileño siempre desde una perspectiva que defendía a las clases humildes ridiculizando por contra a la nobleza y alta burguesía. El cine de Neville destacó claramente entre las sombras que viajaron por los estudios cinematográficos españoles durante la posguerra, hecho que condenó al ostracismo al cine patrio de la época merced a una serie de producciones de talante propagandístico o folclórico para nada exentas de contaminación ideológica, plagadas de cierto mal gusto estético y doctrinal. Frente a este panorama, las películas de Neville desprendían un soplo de aire fresco gracias a un envoltorio de destilaba gran cine desde el punto de vista técnico, pero también merced a unas tramas muy entretenidas e hipnóticas que asomaban como una rara avis del séptimo arte español de los cuarenta.
Neville, tal como he escuchado comentar a José Luis Garci, fue uno de los directores más singulares del cine español, claro antecedente de Luis García Berlanga. Su gusto por los actores de rostro extravagante, por esa verborrea castiza que caracteriza a sus historias —todo un aliciente e inspiración para un madrileño como un servidor— , su querencia por reflejar la cultura popular de ese Madrid de barrio de ambientes Valle-Inclanos, su particular guasa capaz de burlarse de situaciones que seguro no eran del gusto de la censura franquista, así como su espléndido lenguaje cinematográfico, aprendido bajo el paraguas de Charles Chaplin y los técnicos de la Metro Goldwyn Mayer donde estuvo trabajando a lo largo de los años treinta del siglo XX, que combinaba un fino costumbrismo con una recreación expresionista de escenarios y encuadres, fueron los mimbres que convirtieron al madrileño en un genio sin precedentes cuya importancia no ha dejado de crecer con el paso de los años.
De entre todas las obras que componen la filmografía de Edgar —la cual tengo la suerte de haber visto en casi su totalidad—, tengo un cariño especial por esta El crimen de la Calle de Bordadores. ¿El motivo? Por su perfecta reproducción de ese Madrid chulesco, pícaro, arrabalero y fascinante de finales del Siglo XIX. Y es que la película se alza como un vodevil tiznado con una trama de tintes policíacos que toma prestado un crimen que tuvo lugar en la Calle Fuencarral en el año 1888, que por motivos evidentes tuvo que ocultar el cineasta madrileño situando el lugar de autos en la casi vecina Calle de Bordadores. Fue un suceso que causó gran revuelo e impacto por las connotaciones sociales que encerraba el crimen, así como por el misterio que envolvió su desenlace. Se trataba del asesinato de una acaudalada viuda perteneciente a la alta burguesía madrileña a la que parecía estar rondando un pícaro farsante de vida desordenada con objeto de aprovechar la ingenuidad de la ricachona para servirse de su fortuna. Sin embargo, un secreto familiar que vinculaba a la criada de la aristócrata con una presunta amante del oscuro pretendiente provocó un escándalo que hizo tambalear las conservadoras posturas del Madrid de aquellos años.
Partiendo del atestado criminal de este afamado crimen, Neville logró construir un hipnótico y trepidante relato policial, condimentado con esa ironía y estupendo sentido del humor castizo tan presente en su obra, otorgando el protagonismo a esas clases sencillas castigadas por la desgracia que trataban de sobrevivir a la opresión y las carestías inherentes a la época. Pero sin duda, lo que convierte a El crimen de la Calle de Bordadores en una pieza de obligado visionado es su adscripción al género del vodevil madrileño. Sí. Puesto que la cinta ostenta, ya desde su primera escena, esa inclinación madrileñista y castiza salpicada en este caso con una trama que bebe directamente del noir americano que evoca a esa pieza de museo cinematográfico que es Madame X. Asimismo Neville hizo pivotar la sinopsis de su film con la de los grandes clásicos del policíaco europeo, sobre todo alemán, siendo sin duda el Mazurca de Willi Forst uno de los referentes principales de la cinta española. Ambas comparten una estructura organizada a través de un flash back que reproduce los hechos vividos por los personajes lo momentos previos antes de la comisión del asesinato, culminando finalmente el torrente generado hacia la sala judicial donde tendrá lugar el desenlace de ambas obras. Igualmente las dos cintas cuentan como protagonistas a dos mujeres sacrificadas y perseguidas por un terrible secreto familiar que no desea salir a la luz pública.
Y el punto de conexión más importante entre ambas películas: su apuesta por reproducir el costumbrismo. Así Neville pintará los ambientes y atmósferas propios del hábitat donde discurre la trama a imagen y semejanza de los grandes autores de las letras españolas siglo XIX —Galdós mediante—; en el caso que nos ocupa, el autor de La torre de los siete jorobados no dudó en incluir en su montaje unas maravillosas escenas musicales que nos sumergen en los climas bohemios del Madrid profundo, secuencias que incluyen chotis, escenas de revistas, la pintura de tabernas de color flamenco con esos tablaos que abundaban en el centro de Madrid plagados de chulapos y vendedoras de lotería o verbenas bailadas en el parque de la Bombilla.
Otro de los puntos más fascinantes que posee el film es su embalaje de policíaco hollywoodiense, con todos sus ingredientes conceptuales y visuales, pero con ese aire divergente y encantador proporcionado por unos personajes típicos del Madrid más puro y canallesco. En este sentido, Neville juega con el espacio y el tiempo, tejiendo una compleja corriente que fluye con la precisión de un cirujano mediante unos perfectos y misteriosos flash back que articulan una trama vertiginosa y muy entretenida donde poco a poco, proporcionando la información suficiente para que el espectador vaya atando cabos por su cuenta, el entuerto irá aclarándose adoptando pues el público la figura de ese intrépido detective por la gracia y obra de Neville. De este modo, la cinta se beneficia de la habilidad narrativa de Neville, el cual logró, sin que el espectador se diese cuenta, insertar sus principales obsesiones en una trama cuyo interés principal parece situarse en descubrir al asesino del crimen que da titulo a la cinta. Unas alucinaciones que no eran otras que las de perfilar el paisaje geográfico y social del Madrid de finales del siglo XIX gracias a toda una fauna de personajes de distinto pelaje e intenciones. Un Madrid mágico, naturalista, pintado con un pincel que muy bien podría haber manejado Jean Renoir o John Ford, donde todos los cómicos que aparecen ofrecen un sentido pintoresco, esencial y necesario para regar con aires de sarcasmo, buen humor y denuncia social una película que irradia vida en todos y cada uno de sus fotogramas.
La película fue rodada completamente en decorados de estudio, gracias a la mano maestra del alemán afincado en España Sigfrido Burmann, uno de los más influyentes maestros de la dirección de arte en nuestro país, mentor de Gil Parrondo entre otros grandes maestros. Y como hemos comentado, sin duda uno de los puntos fuertes del film es su elenco de actores. Unos intérpretes que hacen fácil lo difícil, haciendo gala de una naturalidad exenta de histrionismo, siendo especialmente recordadas los maravillosos retratos efectuados por Mary Delgado y Antonia Plana, dos de las mejores actrices de nuestro cine que aquí ofrecen dos interpretaciones maravillosas, tiernas, repletas de matices… siendo esa secuencia final con la que Neville cerró su obra uno de los capítulos más conmovedores, hermosos y bellos de la historia del cine español.
Todo modo de amor al cine.