De todas la aproximaciones a una deidad superior que muestra el hombre, la favorita para desarrollar una historia sobrecogedora es la de la redención obligatoria. Esa que surge de alguien que ha hecho tan mal las cosas en su vida, que solo ve como posibilidades dos opciones, o Dios o la muerte. Apasionados por envolvernos de drama y culpa, muchos cineastas han sucumbido en este camino opuesto a los infiernos para intentar revelar una visión propia sobre la religión, cualquiera de ellas, en la gran pantalla.
Cédric Kahn, un director que siempre se acerca al misterio humano y algunas de sus sombras de personaje en personaje en cada película que ha dirigido, crea un vínculo directo y unidireccional con Thomas, protagonista de El creyente. De este modo emplea a un joven con problemas reales ajenos a la etapa que quiere compartir con nosotros, para convertirlo en el recipiente perfecto donde volcar los actos más comprometidos de la religión cristiana.
Entre la insolencia de juventud y los vestigios de drogas que siguen fluyendo por su cuerpo, vemos a Thomas enfrentarse a la soledad impuesta por un lugar que le resulta ajeno. Aunque su mirada haga poco por despegarse de su pecho, podemos intuir que sus ojos van a ser el centro de atención para Kahn, que quiere manejar un centro de desintoxicación de financiación cristiana en un sendero de opresión, autocompasión y perdón, con menos calado que el de un mártir, pero con los mismos engaños en el proceso.
Como la vida que se sucede en el centro, los colores de la película son marrones y apagados, los planos que nos ofrece son austeros y la distancia, básica para mostrar sin interceder, con la constante sensación de encerrar los efluvios de un puñado de ex-adolescentes, mezclando el sudor por el trabajo duro en el campo, el incienso por los momentos de oración y la cerrazón de un hogar de puertas abiertas donde es imposible encontrarse alejado del resto de extraños.
Pese a que todo invita a pensar que la tristeza será un arma arrojadiza, Kahn quiere hablar, en realidad, de superación y comprensión, y para ello se aferra a los grandes cambios que afronta Thomas a través de su resistencia, encontrando fuerzas para vivir y no simplemente sobrevivir, con las nuevas herramientas que le ofrecen en ese lugar de trabajo y reflexión. Se lo pone fácil Anthony Bajon, que sabe expresar mejor en actos que en palabras a lo largo de todo el film, y permite moldear actitud y espíritu mientras nos enfrentamos a la otra fe, no la que nace de la doctrina, sino la que surge del vacío más absoluto. A algo hay que agarrarse.
Thomas es un ser cambiante abierto a interpretar la importancia de creer en algo a su manera, y aunque todo nos lleva a él y sus ojos emocionales, encuentro más interés en ese personaje que no evoluciona un ápice desde que le vemos por primera vez. Damien Chapelle hace de más por darle importancia a la vida que se encuentra fuera de ese hogar, por mostrar que la debilidad no desaparece con trabajo duro cuando este deja de ser una obligación, y que el temor no es a un Dios cuando se sabe que el hombre es errático por naturaleza. Callado aséptico y siempre presente, su labor en El creyente es más poderosa que la asignada como «ángel de la guarda» de Thomas, algo que no se consigue con otros pilares casados con la religión que deben guiar sin opinar al joven, y que no dejan de tener un papel similar al de adultos en las ‹coming of age›, el respaldo visual y anecdótico.
Bajon, premiado en Berlinale por su primer papel protagonista, sabe dejarse llevar por las directrices de una película que quiere darle un carisma humano a rezar para salvarse de uno mismo, conectando con almas perdidas sin espacio para sensiblerías más potentes que el amor (propio y romántico) y utilizando todo tipo de elementos religiosos —biblias, rosarios, alzacuellos, canciones y salmos— para prescindir de su significado literal, buscando algo mucho más cercano en ellos.
El esfuerzo, la repetición, el incontrolable paso del tiempo como verdaderos ejemplos de supervivencia. Kahn quiere con El creyente ser un digno empleador de la palabra y proponer un dogma evolutivo, una verdad incierta con la que llenar el espíritu joven de su protagonista. Otro cantar es creer lo que dice o interpreta, pero es innegable la pasión con la que se compromete en sus ruegos.