Hay dos paradojas en El contador de cartas. Una, la que quizás es mas evidente, es que a pesar de su título y de su apariencia, no es una película al uso sobre el poker aunque, de alguna manera sí lo usa como recurso narrativo para explicar otro tema. La otra es que Schrader, a pesar de la dureza de lo contado y su sequedad formal, acaba por conformar, quizás involuntariamente, una pieza reconfortante al respecto de la ética en la condición humana.
No es nada sorpresivo, por otro lado, el hecho de contemplar a un Schrader ascético en despliegue técnico. Un dispositivo formal que no solo explora la desnudez de carácter “bressoniano”, sino que busca una suerte de trascendencia en su puesta en escena que bordea lo espiritual. La desnudez minimalista, esas coberturas en lienzo blanco, pretenden contrastar la búsqueda de la limpieza espiritual del protagonista (un impecable Oscar Isaac), frente a ese dispositivo en ojo de buey que muestra su pasado sucio y distorsionado.
De esta manera Schrader pretende mostrar la lucha, por así decirlo, de una alma en busca de redención. Porque lo que está claro es que no se trata solo de una cuestión de ética y/o política (aunque el comentario este ahí) sino que va mucho más allá. De hecho, y más vinculado al propio título y a la profesión del protagonista, el film se articula casi como una partida de cartas donde hay movimientos arriesgados, posturas conservadoras y faroles, en este caso de comportamiento, que motivan las acciones de Isaac.
Sí, Schrader también deja espacio para el amor y la amistad en una evolución que hace pasar estos sentimientos de una mera postura utilitaria hacia un instrumento de auténtica generosidad, de cómo los vínculos emocionales hacia el prójimo son tan vitales, si no más, que el propio análisis interno, que la propia reflexión sobre la vileza de los actos pasados. En este sentido casi podríamos decir que El contador de cartas es una ‹road movie›, no solo por lo compartido en los viajes físicos, sino por el recorrido interno que vislumbramos.
Y, como decíamos al inicio, es paradójico el desenlace que el director quiere a darle a todo. No tanto por mostrar como la expiación final puede venir por la violencia, cosa, al fin y al cabo, con claros tintes religiosos, sino cómo a pesar de ello, sentimos calidez y cierta confianza en un humanismo que estaba perdido. De alguna manera Schrader nos viene a decir que los actos más perversos y terribles del ser humano puede que sean innatos, pero que la diferencia, lo que nos hace mejores, está en la generosidad de estos. En cómo la justicia, por dura que sea, debe siempre prevalecer, que el mal no puede quedar impune, ni para aquellos que lo ejecutan con ausencia de responsabilidad como para aquellos que se sienten atrapados por ella poniendo en juego su moral.
Con El contador de cartas, Schrader certifica su estado de forma absoluta como cineasta y como cronista de la realidad, a nivel espiritual de unos Estados Unidos caídos en una dinámica de perversión de sus valores fundacionales. En este sentido podríamos hablar de un Schrader que más que como cineasta actúa como redentor, no tanto por dar sermones morales sino por poner a la sociedad americana, ni que sea en forma de pequeños microcosmos, enfrente de un espejo cuyo reflejo puede que no guste, pero justamente por eso impele a actuar.