Una maldición es la que, según el patriarca familiar, un ex-luchador profesional, persigue a los Von Erich. Kevin, David, Kerry y Michael serán los encargados de cargar con una responsabilidad que no reside ni mucho menos en las letras que componen el apellido familiar, pues todo ello vela una presión soterrada que, sin embargo, Sean Durkin no refleja como tal, y es que si algo ha logrado con éxito durante su (por ahora) corto periplo cinematográfico el canadiense, ha sido crear esos acerados reflejos que nos hablan acerca de los constructos sociales, y sobre el influjo que causan esas imposiciones ya provengan de las convenciones que nos moldean, tal y como sucedía en su debut, la fabulosa Martha Marcy May Marlene, o de una exigencia autoimpuesta por el que dirán, premisa desarrollada en la posterior The Nest. En su nuevo largometraje, sin embargo, esa carga, que en realidad en ningún momento queda expuesta como tal por más que esa citada presión vaya descosiendo lentamente su periplo, como un veneno que recorre su día a día y deviene en una prisión psicológica que terminará haciendo de ese clan tan bien avenido y a priori indisoluble prácticamente un vestigio de aquello que algún día fue una familia, se dirime en un sentido muy distinto.
Acierta, Durkin, al retratar esa dinámica que se irá enturbiando casi sin quererlo, a través de leves gestos que pudieran no parecer nada pero en el fondo ocultan una cierta lógica, pues al fin y al cabo el relato de los Von Erich fluctúa sobre esos constructos que, si bien parecen lejanos en un contexto donde lo primero son los lazos afectivos percibidos desde una perspectiva familiar, prácticamente como si de un clan se tratase —ese que tan bien recoge el título en español, traducción del original The Iron Claw, que vendría a significar “La garra de hierro”—, se extienden paulatinamente sobre esos vínculos otorgando una perspectiva ambivalente, que sirve al cineasta para dotar de profundidad tanto al revestimiento dramático como a un acertado eje discursivo. No obstante, El clan de hierro se aleja de toda solemnidad, logrando escurrir una tristeza y una extraña melancolía que alimentan la crónica de los Von Erich, otorgando un contrapunto a su faceta de ‹biopic›, que si bien no escatima detalles ni rehúye algunos de los conductos frecuentes del género, se maneja con independencia entre los visos de un film que posee la suficiente madurez y personalidad como para no depender únicamente de algunas de las virtudes habituales de este tipo de producciones (ya deriven del aspecto técnico o interpretativo).
Esto último no implica que el film de Durkin no provea estímulos en ese aspecto, pues lejos de detenernos en interpretaciones como las logradas por Zac Efron o Jeremy Allen White, el cineasta forja un ejercicio que encuentra confluencias en lo visual, ya sea a partir de esas sugerentes superposiciones que realiza en mas de una ocasión, o en el cuidado con que cada plano se desliza entre los menesteres de esa familia. El clan de hierro suscita así una construcción que no requiere ostentaciones en la forma y además hace confluir esa veta psicológica tan común en el cine de Durkin con facilidad: es, de hecho, en la cimentación de esos personajes donde se encuentra uno de los mayores logros de la obra al conseguir revestir de cierta complejidad y capas a individuos que bien podrían haber sido sacrificados en pos del morbo y el espectáculo puro. Por contra, el cineasta logra poner en juicio todo aquello que hizo en su momento de los Von Erich una familia maldita, alejándose de una superficie en la que hubiese resultado fácil permanecer, pero apenas se siente así ante el talento de un autor capaz de hablar de nuestros estigmas e imperfecciones sin recurrir a tópicos groseros, revistiéndolo todo de una humanidad que emerge incluso en los momentos mas inhóspitos.
Larga vida a la nueva carne.