El cine de… Jean Grémillon (II)

Inicio (Parte I)

Llegados a esta segunda parte me propongo profundizar más en la descripción de gran parte de la obra de Jean Grémillon (aconsejo leer la primera que se centra más en su personalidad, elementos diferenciadores y presentes en su cine) estableciendo líneas que le reivindiquen como un cineasta con personalidad, un artista visual con un sentido privilegiado de la plasticidad del cine, acreedor de historias no demasiado afectadas, pero sí abundantes de sensibilidad, poesía visual, observación, modernidad, vanguardia y depuración; elementos que se pueden apreciar en sus películas que reunían además su formación documentalista, su exquisito gusto musical y un afán de ir a contracorriente. Tal vez esta independencia tan acusada y una personalidad que no encajaba con casi nadie —su director de fotografía, Louis Page, sí se mantuvo fiel acompañándole durante toda su carrera— le hicieron después de muchos intentos y decepciones, autoexiliarse al ámbito de donde provenía, el cortometraje, pero ya no de encargo, sino con su propia productora. Después del enésimo fracaso «el cineasta aceptará su marginalidad profesional, no huyendo, sino plegándose a un territorio menos prestigioso, pero más libre», palabras que le dedica Geneviève Sellier en su libro Le cinéma est à vous (1989), un completo estudio sobre su figura.

Léase este segundo comentario como mi especial reconocimiento al autor normando, que cayó y se levantó muchas veces hasta que nos dejara prematuramente en 1959, haciéndose eco de la noticia más en su lugar de origen lamentando mucho el triste suceso, con algún artículo —sacado del documental Jean Grémillon, le méconnu (1999)— que especificaba que en su despedida en París había sólo una veintena de personas, ningún periodista, ni curiosos, celebrándose en la más estricta intimidad. Tal vez la constante voluntad de separar con un muro impenetrable su vida personal y profesional influyera en la sencillez de la ceremonia, estando formada estrictamente por familiares. Sin embargo, en los periódicos locales de su tierra natal y países como México le rinden un sentido homenaje, aunque en el resto de Francia no tuviera demasiada repercusión, en parte por la dolorosa casualidad del fallecimiento del reconocido actor Gérard Philipe el mismo día.

Hace unos días veía Citizen Langlois (1995), documental de Edgardo Cozarinsky dedicado a Henri Langlois, resaltando su faceta profesional como cofundador de la Cinémathèque française y su excelente labor de preservación del patrimonio cinematográfico, en especial durante la ocupación alemana de Francia que hizo peligrar verdaderas joyas que formaban la memoria fílmica francesa. Pero también incidió el director argentino en lo personal, en su pulsión cinéfila desde adolescente que le condujo obsesivamente a vivir por y para el cine, lo cual le generó algún enemigo y voces en contra debido a su gestión y controvertida personalidad que obligó al Ministerio de Cultura, a través de su ministro, André Malraux, a destituirle como director de la institución en 1968. Esa decisión provocó el apoyo de intelectuales y artistas reconocidos franceses, así como la reacción internacional reflejado en furiosas protestas que obligaron a su restitución en el cargo. Expongo estos datos sobre Langlois porque están ligados en varios aspectos con Jean Grémillon: el primero de ellos por la similar obsesión de dedicarse a su pasión (el padre de Grémillon quería que fuera ingeniero tal como se ve en el citado documental), que en principio fue la música, contraviniendo a la familia para desembocar poco a poco en el mundo del cine —sin abandonar la composición— con el que desarrollaría una apasionante relación de luces y sombras.

La segunda unión entre Langlois y Grémillon fue su nombramiento como presidente de la Cinémathèque por este co-fundador desde 1944 a 1958, como consecuencia de su prematuro fallecimiento. Sin embargo, esas líneas vitales convergentes se separarían porque la trayectoria, ni escollos del cineasta serían apoyados fervientemente como la de su compañero, ni se le hizo un justo homenaje a su muerte. Toda su existencia profesional fue un continuo vaivén de fracasos y éxitos (más los primeros), obstáculos, proyectos educativos y revolucionarios apartados, otros frustrados, ilusiones y desilusiones que le han catalogado como cineasta maldito (en cualquier biografía, libro, o documental, aparece el término ‹maudit›). Un director no perteneciente claramente a ningún movimiento, de una modernidad infrecuente en su tiempo, al que quizá su personalidad, empecinamiento e independencia, le condicionarían demasiado.

Como tercer aspecto de unión entre los dos, Langlois, que tenía mucho olfato, a pesar de la nula acogida del estreno de Luz de verano (Lumière d’éte, 1943) «se desvivió por adquirir la película y realizar valiosas copias, poniendo fin a su maldición» según se puede leer en la página de la Cinémathèque française, siendo presentada al Festival de Film Maldito de Biarritz en 1949, el cual le daría una segunda y definitiva oportunidad.

Aunque Jean Grémillon destacaría más por su obra en la etapa sonora, sus escasas películas ‹silentes› realizadas cuando ésta alcanzaba el culmen en distintos países —comenzando su rumbo hacia un cambio narrativo con la llegada del sonido—, contenían recursos visuales bastante perfeccionados y expresivos. A pesar de su escasa trayectoria —sólo había realizado cortos de ámbito industrial previamente— asimilaría con fuerza el lenguaje cinematográfico de esos años que se hallaba en un punto álgido representado poderosamente por grandes maestros como Jean Renoir, F.W. Murnau, Fritz Lang, Jean Epstein, Abel Gance, King Vidor, Victor Sjöström, Marcel L’Herbier, Louis Delluc, Léonce Perret, D.W. Griffith, Eisenstein, Pudovkin o Germaine Dulac, entre otros. Resulta necesario acudir y describir las películas de su filmografía más claves, siendo imposible fondear en todas, deteniéndome en detalles de muchas de ellas que hacen de su irreductible obra y concepción del cine una experiencia exquisita.

La primera vez que vi Maldone (1928) quedé boquiabierta por su inicio plácido y libre, enmarcado en un cine fluvial empapado de reminiscencias naturalistas y pictóricas de los artistas de su tiempo, aunque más tarde optaría por ejercer un cine más próximo al realismo que al naturalismo, según argumentaba en sus distintos textos sobre cine. La fuerza y misterio de ese punto lejano en un pasillo de árboles asemejando una puerta a lo desconocido te seduce al instante y te acerca al cine con el protagonismo de los canales franceses que se popularizaron como respuesta al western que provenía de EEUU. Existía, además, un interés por hacer un cine más libre, fuera de estudio y con la naturaleza como epicentro, del que Renoir y Epstein fueron grandes representantes con La hija del agua (La fille de l’eau, 1925) y La belle Nivernaise (1924) respectivamente. Aunque es de justicia añadir que André Antoine fue el gran precursor con L’hirondelle et la mésange (1920), película documental que no vería la luz hasta muchos años después. El suave discurrir de la ‹péniche› por el canal de Briare, la atmósfera de libertad que rodea esos planos suaves, enfatizados por bellas sobreimpresiones en el agua, colocan a Grémillon en el podio de un cine a caballo entre lo vanguardista y naturalista que prefiguraría e impulsaría junto a Renoir y Epstein la irrupción de esa joya incombustible que fue L’Atalante (1934) de Jean Vigo. Su primer largometraje, según leo en el libro de Geneviève Sellier, fue pasado en una ‹première› con una duración de tres horas, hecho que reprochó el público asistente, así como también el desequilibrio del guion, lo cual provocaría la amputación de una hora en la versión comercial, que no obtuvo un gran éxito. Sin esa parte, encontramos algunos datos del relato que pierden consistencia o sentido en cuanto al pasado del protagonista y su futuro.

La historia, con sabor a melodrama, de un hombre que trabaja en un canal enamorado de una gitana, a la que renuncia para volver a su vida de opulencia por una inesperada herencia, está muy bien trazada con las constantes de su cine posterior, poblado de bailes muy bien recreados con fabulosos picados (hizo construir decorados cerrados para favorecer la concentración de la gente y variar los ángulos de la cámara, algo poco común en la época), el amor imposible, la superstición, lo esotérico, la oposición libertad-“cárcel” en que viven sus protagonistas o un sentido del ‹fatum› motivado por decisiones personales. Existe una alternancia entre la suavidad del acercamiento al amor y la obsesión posterior de Maldone por Zita, muy bien representada por un montaje más frenético, con un baile sensual conducido por su acordeón de corte soviético, seguido de la persecución por unas escaleras de la cámara a sus familiares por una inesperada noticia y unas sobreimpresiones tan comunes en esa etapa vanguardista, sumergida en el impresionismo, que albergan el estado de confusión y arrepentimiento del protagonista, incapaz de ser feliz y de hacer feliz a su esposa en su cómodo estatus social. El realizador marca muy bien los contrastes y dicotomía representados por cada tipo de mujer: la libertad amorosa y fuera de convenciones de la morena y salvaje Zita, y la cadena conyugal, sumisión, dulzura de su rubia esposa Annabelle, con resonancias de ese prodigio que fue Amanecer (Sunrise, 1927) de Murnau, con sus mujeres opuestas en condición y contexto. Propuestas expresivas que denotan en el director una apuesta por una experimentación formal de altura en sus comienzos. Ese cúmulo de sentimientos eclosionará con el vaticinio que le hicieron tres años atrás formulando un final muy intenso y poderoso sustentado por las pisadas contundentes de un caballo casi desbocado que le lleva de la mano de la desesperación hacia un final abierto y rompedor que encierra en su desarrollo una fuerza irrefrenable.

Su otra película ‹silente›, Gardiens de phare (1929) —segunda adaptación después de una turca sobre una obra de teatro de 1905— reúne también características formales y estilísticas que son dignas de admirar, fruto del gran sentido pictórico del director normando. Concebida inicialmente como pieza de un repertorio del terrorífico Grand Guignol, se propone crearla para la pantalla grande resultando un completo entramado de gran belleza naturalista en la descripción de lugar, sus gentes, ropas características y costumbres bretonas unido a un cambio drástico narrativo en la convivencia dentro de un faro al que parten un padre y su hijo para trabajar un mes apartados de la familia y su prometida respectivamente. Se creía desaparecida, «perdida en el mar», en palabras del cineasta (según se detalla en la página de la Cinémathèque française) siendo encontrada una copia en Dinamarca. La poderosa relación y tensión progresiva de imágenes de las olas, el solitario faro de la Vieille, las rocas, los elementos naturales y arquitectónicos van construyendo una obra magnética de enérgica poesía plástica y sugerente plasmación de la psique, a las que ayuda una utilización mínima de intertítulos. De nuevo existe una oposición: la dialéctica entre lo abierto, oscilante e infinito del mar frente a lo claustrofóbico, firme y estable de la estructura del faro. Grémillon ya venía de realizar un mediometraje perdido llamado Un tour au large (1927), poema sinfónico en el mar con imágenes documentales de la pesca del atún que, sin duda, le abría una puerta a su pasión por los elementos (tal como analizan en el libro Jean Grémillon et les quatre éléments, de 2020), en este caso el acuático que sería recurrente en su filmografía como desarrollé en la primera parte.

La mordida de un perro antes de la despedida desencadena una crisis dentro de ese minúsculo espacio producto del contagio de la rabia en el joven Yvon; Grémillon la traducirá en potentes imágenes de carácter surrealista que emergen de lo febril, el delirio y enfermedad sufridos, los cuales conducirán a un fatalista y superviviente final entre los dos, sumergidos, además, en una dura noche de tormenta. La narración tiene momentos excelentes con saltos temporales, deducciones del padre que se verbalizan plásticamente acompañados de una atmósfera opresiva y abstracta del interior del faro con su lente, sus espacios angostos y sus escaleras que subrayan el estado psicológico y terminal del muchacho. Una película que entronca con esa serie de poemas bretones de Jean Epstein en esa zona abrupta (aunque más vanguardista la del normando), de naturaleza tan bella como extrema, tan calmada como despiadada, con ese mar y viento que adoptan actitudes poliédricas de tan enorme influencia en sus moradores. Un tema que le encantaba reflejar generado por la dimensión de las fuerzas visibles e invisibles del macrocosmos sobre el microcosmos que apunté en mi artículo anterior. Aunque también se puede apreciar concomitancias con el ‹Kammerspielfilm› alemán apuntalado por ese drama íntimo y psicológico encerrado en un interior de calado abstracto. Gardiens de phare cerrará con un epílogo extraordinario a través de esa luz del faro con significados opuestos: el drama ‹in extremis›, la obligación y responsabilidad en un lado, frente a la tranquilidad y el amor desde el otro en la lejanía.

Jean Grémillon viviría la incertidumbre del paso al cine sonoro, etapa dolorosa que echaría el cierre a muchas carreras para unos y oportunidad de seguir creciendo para otros. En contraste con otros artistas (que vieron llegar el sonido como una amenaza para la integridad del cine como arte, el cual provocaría para ellos un paso atrás en su capacidad expresiva) él fue uno de los fervientes defensores de este nuevo elemento que se presentaba como un huracán innovador. En ese sentido, sus palabras en 1931 fueron (reflejadas en el libro Le cinéma est à vous): «Todo compromiso entre el mudo y el hablado me parece reprochable. Defender o justificar la supremacía de la imagen sobre el sonido no es más que un nivel intermedio entre dos épocas. Tenemos entre manos una materia nueva en la que las reacciones son apasionantes. (…) El cine sonoro pone de nuevo la construcción de un drama, sus medios de expresión, de la interpretación y del montaje…». Y en este contexto de renovación absoluta concibe La petite Lise (1930) no sin previos disgustos y presiones por parte del estudio Pathé-Natan al que no le agradó nada el guion de Charles Spaak —uno de los más reputados guionistas franceses que se unió a Grémillon— ni el resultado de esta gran película a la que repudió para no ayudar en su distribución ni publicidad, saboteándola, provocando una debacle para su carrera en salas debido a un uso del sonido y música diegética poco comprendida, demasiada descripción poco habitual y unos personajes bastante extremos que se movían entre el asesinato, la prisión, un incesto soterrado, la prostitución (aunque no explícita) y un fatalismo nada esperanzador. Un ‹cocktail› desastroso para el público y económico, sin embargo, resulta una película audaz que anticipó el Polar mediante esa temática criminal ambientada en la prisión de Guayana con un aire documental muy moderno y una sensación permanente de enclaustramiento en todo su metraje que somete a sus personajes en una existencia estancada, dramática y desesperada, con carencias de todo tipo que obtendrá como único elemento “alentador” el arresto y pena de muerte como redención.

Debido a las desavenencias con la Pathé-Natan y el fracaso de taquilla de La petite Lise, el realizador y Charles Spaak desembarcaron en la competencia, llamada ahora Gaumont-Franco-Film-Aubert, con Daïnah la métisse (1932), que correría una suerte poco afortunada en sus primeros balbuceos con el famoso estudio. Replegado por razones económicas a una política más conservadora de no sacar estrenos propios para todas sus producciones, esta insólita historia sería reducida de 90 a 50 minutos, pasando a ser de esos mediometrajes que acompañan a las grandes películas, cercenando así su esencia y un guion con muchos matices inusuales para la época que acabaría por no firmar. Por ello, cuando se ve esta película, a pesar de que se le reconocen muchas virtudes, permanece un poso de misterio provocado por demasiadas elipsis que desestructuran lo que podría haber sido una obra maestra. De todas formas, conserva poderosas razones edificadas en secuencias fastuosas con una gran puesta en escena a bordo de un gran barco donde viaja la alta sociedad francesa que rodea a una bella y exótica joven de raza negra (Francia empezaba a hacerse eco de la realidad colonial, recurriendo a escenarios exóticos por Jacques Feyder, Julien Duvivier o Marc Allégret y Gréville posteriormente, con la genial Josephine Baker), una mestiza de gran elegancia. Una mujer con excelente dicción, plenamente integrada en la burguesía francesa, casada con un mago también negro bastante liberal, pero con mucho éxito entre los hombres provocando los celos de las demás mujeres de la tripulación.

La audacia de Spaak y Grémillon radica en la inversión de roles, otorgando a los blancos conductas que circulan entre prejuicios raciales, altivez, hipocresía, intentos de violación o asesinato, mientras que los de raza negra son dibujados entre la tolerancia, la libertad, lo sensual, la coquetería, la alegría y una venganza justificada por la actitud racista hacia Daïnah y su desaparición. También resulta inhabitual reflejar una agresión sexual de un maquinista hacia la protagonista cuando sale a la cubierta y la actitud defensiva de ésta, de no rendirse, en una clara apuesta por lo feminista, como veremos en más películas con posterioridad acompañado de una gran presencia de lo femenino en su cine. Pero donde se expone más cáustico Grémillon es en la escena de la fiesta de máscaras recreando uno de los momentos más turbios y bizarros de la película, formulando un claro posicionamiento hacia Daïnah a la que viste con una máscara que deja ver su bello rostro en contraposición a las de los otros tripulantes de la alta sociedad a los que denigra y ridiculiza mediante rostros deformes, grotescos y monstruosos que recuerdan a las expresivas pinturas de James Ensor, confiriendo un halo de misteriosa extrañeza y sordidez al conjunto. Como inquietante resulta también la composición de planos de distintas partes del barco, adquiriendo interesantes geometrías en el exterior e interior (fabulosos los planos picados de la bodega), siempre escoltados por el humo negro de sus chimeneas que esparcen la falsedad, el drama y una tensión que estallará en ese micromundo que viaja por el océano Pacífico, llevando una pequeña representación de una sociedad malsana simbolizada con un incremento de la densidad de esa gran bruma negra al final eyectada abriéndose camino y dejando su gran estela.

La corta relación con estos nuevos estudios que yugularon otra vez su creatividad le colocaron en una situación de inestabilidad, haciendo trabajos por encargo donde no aparecería tampoco su nombre como Pour un sou d’amour, para terminar exiliándose un tiempo en España. Llegarían La dolorosa (1934) y ¡Centinela, alerta! un año después, supervisada por Luis Buñuel, películas alimenticias en las que mitigaba su pasión por la música de nuestro país (adoraba a Manuel de Falla) en esos números musicales tan nuestros —adaptando una zarzuela de José Serrano para la primera— y las liturgias que amaba. Si bien no serían destacables en su carrera, con La dolorosa volvió a demostrar un sentido estético privilegiado materializado en una orquestación de sobreimpresiones fulgurantes con la figura de la protagonista vestida de negro vagando rota sin rumbo por un monte. Imagen ilustrativa de la incertidumbre, del desahucio, en ese melodrama exaltado ambientado en Aragón que supone una extraña, pero interesante combinación, así como en sus espacios rurales y conventuales descritos sobre una realidad quasi documental. En España obtuvo un gran éxito, mientras que en su país no fue distribuida, pasando lamentablemente desapercibida.

Hago una parada en Cara de amor (Gueule d’amour, 1937), película encuadrada dentro de la terna que desarrolló con la UFA tras la propuesta de Raoul Ploquin, su director del departamento francés. Decisión que desató por fin un período dulce en cuanto a éxitos comerciales y de crítica con la nueva adaptación de Spaak —tras un reencuentro después de los fracasos estrepitosos de las dos primeras sonoras—, que alumbraría una etapa fértil y reparadora en los años que barruntaban la guerra, extendida hasta 1944. Grémillon no había contado con estrellas en su cine aún, pero el estudio contrató a Jean Gabin, que ya había destacado en películas de Duvivier o Renoir, y brillado con Mireille Balin en Pépé le Moko el mismo año, una pareja con glamour y gran química que también lo demostraría aquí. En esta historia volvemos al contraste de espacios bien marcados con la llegada de espahíes al pueblo iluminados por el sol, exultantes en sus caballos, con aire documental en la descripción de su recorrido por las calles y el jolgorio, destacando uno de ellos en contrapicado que conquista a todas las mujeres. Pero después la mayoría de los escenarios se realizan en estudio con interiores muy cerrados incidiendo en el estado mental de su protagonista que sufrirá una metamorfosis comenzando con un rol donjuanesco de cara a la gente en exterior, para terminar siendo un pelele a manos de una ‹femme fatale› sofisticada que se encuentra por azar en una oficina de correos al cobrar una herencia. Otro espacio exterior glamuroso como el paseo de Cannes no será sino una ilusión efímera para el devenir de Lucien, que pasa de cazador a presa, estando a merced de la rutilante Madeleine.

El director, con su puesta en escena, traza el rumbo de Lucien pasando de lo chulesco y libre en la calle a irle empequeñeciendo como persona, enmarcándolo y circunscribiéndolo a planos más cerrados en interiores; colocándolo detrás de Madeleine en un segundo plano, como una sombra en la calle, reflejada en un espejo o reducido a la mínima expresión al ser expulsado del entorno de opulencia de ella en París cuando va a buscarla desesperado con su indeleble aire provinciano. Especialmente reseñable es el primer encuentro en un cine parisino repleto de espejos en el que reparan uno en el otro sin tomar contacto. Una decisión de puesta en escena deliberada por parte de Grémillon que recalca el tipo de relación que los unió basado en el reflejo de una imagen mitificada y construida en base a la apariencia. El uniforme militar distinguido de un cautivador Lucien admirado por el público del restaurante donde cenaron y el vestido blanco, distinción y clase social inalcanzable de Madeleine que se movía por el casino de Cannes con una naturalidad pasmosa. Reflejos que se convierten en fugaces espejismos que se desmoronan en ese reencuentro desvelando ser una mantenida en realidad con un tren de vida elevado y un obrero sencillo de zona rural detrás del uniforme. La posterior irrupción de ella en el hábitat opaco y deprimido de Lucien marca un punto de inflexión truncado por la fatalidad producida en base a elecciones vitales y pulsiones iracundas que conducirán a la tragedia final, muy diferente a uno de sus influjos como fue la mencionada anteriormente Amanecer de Murnau, director que idolatraba y que explora en esa dualidad rural-urbana, necesidad-lujo, de espacios tan contrapuestos e irreconciliables.

Otra película importante de esa etapa francoalemana sería El extraño señor Víctor (L’étrange Monsieur Victor, 1938), un éxito de taquilla sobre un respetable señor con una doble vida que asesina a una persona que le amenaza por sus actividades clandestinas. Otro ejemplo de dominio de lo documental en el prólogo describiendo la actividad de la ciudad y una puesta en escena deudora del expresionismo alemán muy sugerente. Pero la que es digna de no pasar por alto es Aguas borrascosas (Remorques, 1941), rodada en plena ocupación alemana, resultando paradójico que Grémillon tuviera un periodo activo precisamente cuando más se intervino la producción de cine por parte de los nazis, si bien el proceso no estuvo exento de interrupciones. Una de las primeras vicisitudes fue la sustitución de Charles Spaak por André Cayatte debido a la insatisfacción de la UFA con la primera adaptación de la novela de Roger Vercel, aunque Cayatte también sería reemplazado finalmente por el reputado Jacques Prévert para el guion, habitual de Marcel Carné, con el que acababa de trabajar en El muelle de las brumas (Le quai des brumes), elevada por esa pareja esplendorosa formada por Jean Gabin y Michèle Morgan, que se trasladarían también a esta aventura por el mar. Un trío que sería la piedra angular de la película, pues Prévert aportaría la distinción y riqueza de su calidad literaria con algunas modificaciones a la novela que se traducirían en unos diálogos profundos y situaciones poéticas añadidas más interesantes; la pareja Gabin-Morgan, por otro lado, orquestaría momentos imborrables para la historia del cine caminando plácidamente por la extensa playa bretona nublada con un diálogo hondo con frases como: —«¿No le aburre pasear con un hombre que no dice nada?» —«No… Cuando uno se calla, es que se tienen muchas cosas que decir, tratamos de pensar en lo que piensa el otro, es agradable».

André es el patrón de un remolcador que actúa en los peores momentos climatológicos en el mar, un oficio revestido de vocación ineludible que anula la relación con su esposa, enferma del corazón, la cual se otoña esperando y esperando en casa cada día de feroz tormenta. El afán de Grémillon por plasmar el peso de los elementos en la conducta humana le lleva a unirse con la invención de Prévert del surgimiento en una tempestad de Catherine, irrumpiendo en su vida con un impulso incontenible al ser rescatada de su barco entre los intentos de engaño de su rácano marido para no pagar el servicio. Esta relación hará tambalear los dos matrimonios, esa soga firme del remolcador arrastrará irremediablemente a esta pareja a una relación entre remordimientos y pulsiones irrefrenables dibujando con pulso y maestría las imágenes del, apasionado y a la vez abocado al fracaso, idilio. Grémillon ofrece una pátina casi siempre de niebla, tempestad, ímpetu de las olas, nubes grises y algas esparcidas por la arena (a modo de negra caligrafía de lo que vendrá) donde pasean y charlan André y Catherine. Un suelo que denota lo turbio e inmoral de la relación; un mar sin luz, apagado por las nubes que se reflejan en él tienen su contrapunto en una escena de la casa de madera a la que se dirigen. Se buscan por las estancias y André la encuentra arriba iluminada de una forma extraordinaria cuando ella se vuelve en un ventanal, uno de los escasos momentos fulgurantes de la película, interrumpido pronto por la realidad, así como otro momento luminoso lo constituirán los contrastes entre el vestido blanco de la novia del prefacio y la oscuridad de la noche en el salvamento marítimo. «Los marinos tienen dos mujeres: la esposa y el mar» dice en su discurso el doctor en la boda. Una pertenece a la tierra y la otra a lo acuático, medio muy frecuente en la filmografía de Grémillon. Nos encontramos ante una película saturada de interrupciones: la de los sucesivos guionistas, la del rodaje dos veces por la II GM que obligaría a filmar con maquetas del barco en el agua y su dilatado estreno. La de la boda del inicio que se acaba abruptamente por la llamada de auxilio de la tormenta, la de la vida que se apaga por un corazón débil no correspondido, la de una relación apasionada quebrada desde el inicio. O la de la existencia de un remolcador que se debe a su trabajo, que vuelve al mar agitado, a la ayuda permanente, a una entrega y vocación quasi religiosas que resquebraja cualquier ilusión o proyectos fuera del agua. El director no era practicante, pero sí dejaba entrever en sus personajes una especie de espiritualidad, de sacrificio y redención. Epílogo que suena a revelación apoyada en el audio y la potente mirada de André sobre las aguas nocturnas.

El cineasta seguiría con ese réquiem visual que fue Le 6 juin à l’aube (1945), un documental en su amada Normandía después del desastre de la guerra, película que sería mutilada y apartada hasta 1949 causándole un gran dolor por el esfuerzo técnico y sentimental, además del aporte de una banda sonora compuesta por él ajustándose a la lacerante poesía de lo rodado debido a su sólida formación musical. Entre medias continuaría apostando por papeles femeninos importantes con Luz de verano (Lumière d’été, 1943), El cielo os pertenece (Le ciel est à vous, 1944), Pattes blanches (1949) o L’étrange Madame X (1951), de diferente dimensión humana, pero invirtiendo abiertamente en roles femeninos de una modernidad cada vez más acusada que desembocarían en el de su último largometraje L’amour d’une femme (1953). Sufriendo una nueva calamidad comercial, esta gran película daría por finalizada su trayectoria en la ficción, volviendo a su etapa inicial documental en exclusiva —nunca abandonaría del todo su otra pasión por los cortos—, espacio donde halló más independencia y margen de libertad en cuanto a temáticas (que brotaban de sus inquietudes literarias, pictóricas y musicales) y gestión económica. En este caso existió una implicación aún más personal motivada por la escritura del guion original, que describiría un episodio de la vida de una doctora que llega en barca a la Isla de Ouessant, en Bretaña. Habían pasado los años y, si ya Grémillon perfilaba una personal y extraordinaria concepción plástica del cine como dije al inicio, en su último largometraje logra una puesta en escena más depurada, acreedora de un refinamiento y delicadeza en el melodrama desde el comienzo hasta el final con la composición de los planos, su significado y fluidez de la cámara, así como una concisión en la trama, con una trascendencia y modernidad en la prefiguración de un feminismo poco habitual en esos años.

A pesar de estar desarrollada la historia de nuevo con el mar como un integrante clave, volvemos a la dicotomía exterior-interior tan habitual en su cine. La doctora siente la asfixia y soledad en la habitación de alquiler y la frialdad de su lugar de trabajo, necesitando apreciar el mar y la belleza del faro de la Jument desde su ventana al que los caseros ignoran por llevar treinta años viéndolo, comentándole que tan sólo es un faro solitario y en el mar como ella. Existe en esta película una constante alusión al fugaz paso del tiempo, a la monotonía, la jubilación, a la muerte. El plano dorsal de ella contemplando el agua con incertidumbre e inseguridad sobre su devenir está muy bien complementado con el movimiento de cámara en retroceso que permite ver las maletas que trae de su vida anterior y una decoración austera, impersonal y nada acogedora. La escasa cercanía con la idiosincrasia y liturgias de la isla unido a la visión de la madura maestra otoñada y solitaria la someten en un estado emocional de alerta, sintiéndose ajena a su entorno. El inesperado encuentro con un ingeniero italiano y su enamoramiento precipitan un interés súbito por el matrimonio por parte de él y la petición de abandono de su oficio en la medicina. Las desavenencias por este tema están muy bien planteadas en un espacio exterior con una iglesia en ruinas que no ofrece cobijo emocional a la pareja, ni estabilidad, acentuando su vulnerabilidad mientras discuten sobre el futuro, dejando ver las costuras de una relación que se desmorona mientras esos muros derruidos y la falta de techo de la construcción devienen en crisis personal, institucional y tradicional.

Una operación de urgencia en el faro para el que llegar supone atravesar un mar embravecido por una feroz tormenta le supondrán la catarsis y superación de obstáculos que necesitaba entre ese oleaje que la aturde, pero que no impide la búsqueda de su identidad, el éxito y la felicitación ansiada para decidir a qué quiere dedicarse realmente Marie. Una nueva reconciliación seguida de la enésima discusión con André está muy bien resuelta con el reflejo de la espalda de él en un espejo mientras le recrimina su egoísmo, pudiendo distinguirse también un cuadro de mariposas disecadas que sugieren el enclaustramiento o sometimiento de una vida matrimonial a la que no está dispuesta a sucumbir. Un dilema de nuevo en el cine de Jean Grémillon no exento de ambigüedad, pues con la marcha de él, ella queda en una situación de enorme tristeza, mirando de nuevo por su ventana, quizá viéndose otoñada y sola a sus veintiocho años; como la maestra amiga que murió que tiene su relevo en una chica muy joven llena de vida, mientras a Marie parece que se la han arrebatado a pesar de su firme decisión de realizarse como profesional de la medicina.

El gran cineasta, harto de otra piedra en el camino, como apunté al inicio del texto, se centraría en su productora Les Films du Dauphin, en la que volcaría sus pulsiones, su forma de trabajar pausada, descriptiva de oficios de pintura, museos, pintores como André Masson, Joan Miró, Tremois, etc… arquitectura, y donde daría rienda suelta a su condición de avezado melómano componiendo la música que los escolta. Cortos como Au coeur de l’Île de France, Alchimie, La maison aux images, Haute-Lisse o André Mason et les quatre éléments, entre otros, le encarrilarían a una fase más tranquila, más autoral, sencilla y poética a la vez. Con ella volvería a su espacio más íntimo, más libre, a un consuelo profesional que suavizara una trayectoria marcada por la inestabilidad, el aislamiento, el exilio, el apoyo y el rechazo. Que su nada raquítico legado hable por él y le coloque en el lugar que merece, al que cada vez se suman más voces en más países. Sin duda, merece mucho la pena el acercamiento a su fascinante obra, sus motivaciones y su singular biografía.

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