Habíamos dejado la carrera de Damiano Damiani en uno de los tramos más interesantes de su filmografía, los comienzos de la década de los 70. Segmento fundamental y cima artística tanto para él como para sus coetáneos, tras la ya citada Confesiones de un comisario rueda en ese mismo año 1971 El caso está cerrado, olvídelo, repitiendo con su fetiche Franco Nero. En esta ocasión, Nero se mete en la piel de un arquitecto que de manera casual es encarcelado por el incumplimiento de unas normas de tráfico; Damiani cambia drásticamente la localización de los prototípicos thrillers urbanos de la época, aunque no de contexto: vuelve a equidistar a su protagonista hacia un entramado de corrupción tanto dentro del funcionariado de la prisión como del sistema judicial, donde el director vuelve a mostrar una óptica de denuncia en un dibujo de caracteres de ámbito hostil, degradado y mezquino, a merced de una víctima que ha de sobrevivir a un sistema adverso. Una derivación del thriller político, entonces imperante en la Italia de los 70 en su ataque frontal al propio estado italiano de la época, de espíritu rebelde y que aquí trasciende a través de las barreras del drama carcelario, donde Damiani afianza su línea de estilo tremendamente izquierdista.
En 1972 llega Girolimoni, el monstruo de Roma, protagonizada por la entonces estrella del cine cómico italiano Nino Manfredi, y que relata el suceso de una serie de crímenes que atemorizaron a la capital italiana durante el mandato fascista de Mussolini: un grupo de niñas aparecen asesinadas, con previos abusos sexuales, un hecho que hace que el Duce necesite encontrar un cabeza de turco que calme a la entonces agitada población italiana. Incidiendo en las maneras de manipulación y gestión del sistema político totalitario, Damiani se abraza aquí a un concepto de thriller que en sus alivios cómicos se abraza al potente carisma de Manfredi, al mismo tiempo que se entromete en un retrato costumbrista de las calles romanas en su sumisión al fascismo. Compone una película de exquisita variedad tonal en su envoltorio, pero de férreo discurso de denuncia en su fondo; la manipulación a la plebe, los oscuros derroteros de la dictadura e incluso el clima hermético de la opresión son los tropos conceptuales que hacen funcionar la película, que cuenta además con excelente trabajo de ambientación urbana y a un Damiani haciendo gala de su incisivo espíritu rebelde y reivindicador. Aquí, y con la fortaleza de basarse en un hecho real, vuelve a denunciar la incapacidad judicial con una víctima acusada injustamente, una naturalidad clave en sí misma para el thriller italiano de denuncia. Gabriele Lavia u Orso Maria Guerrini son algunos de los rostros que secundan a un Manfredi en uno de sus mejores papeles.
Tras el drama religioso La sonrisa del gran tentador, llega en 1975 otro de los hitos en carrera de Damiani: ¿Por qué se asesina a un magistrado? En ella Franco Nero interpreta a Giacomo Solaris, un joven director de cine que tras su reciente obra suscita un pequeño caos interno dentro del sistema gubernamental italiano; su película dramatiza de una manera portentosamente realista la figura de un importante fiscal, cuyo homólogo en la vida real, tras denunciar las supuestas injurias al propio director, muere asesinado. El homicidio derriba las barreras entre realidad y ficción, dentro de una película donde Damiani parece construirse un álter ego en la pantalla vanagloriando las más básicas herramientas cinematográficas como método de recreación y fidelización dramática de un estado corrupto y denigrante. Aquí, trasladando el drama a una Sicilia infectada por la mafia y la corrupción política, el director vuelve a sacar a relucir sus prototipos argumentales para encauzar un nuevo retrato de una sociedad hostil y pérfida, donde el protagonista es tan solo un espectador de primera línea a relaciones gubernamentales, tomándose su tiempo en establecer todas y cada de las conexiones entre magistrados, políticos y mafiosos. Retrato de un estado corrompido hasta el extremo, el film se establece como uno de sus más notables thrillers políticos, donde Damiani se arma fiel a su estilo esquivando las disruptivas maneras de los ‹poliziotteschi› de la época, pero manteniéndose en una posición más férrea alejada de los efectismos y puliendo una puesta en escena que permita a su protagonista, Giacomo Solaris, y por extensión, a los espectadores, ser testigos de primera línea de una sociedad corrupta hasta el extremo, aquí pérfidamente embelesada por la sólida ambientación urbana tan propia del subgénero.
En ese mismo año llegó su última aportación al western, El Genio, cuyo título en España es una limitada traducción de su original Un genio, due compari, un pollo, clara alusión paródica a El bueno, el feo y el malo de Sergio Leone. Ya en los derroteros cómicos de la vertiente humorística del Spaghetti, Damiani recluta para su película a uno de los mayores exponentes de esta exitosa reencarnación del ‹eurowestern› a principios de los 70, Terence Hill, entonces estrella imperante gracias en parte a la popularísima Le llamaban Trinidad. El Genio, que cuenta la historia de tres ladrones de poca monta que planean un ambicioso robo lo que les llevará a toparse con un conjunto de personajes y situaciones clásicas en el salvaje oeste, es totalmente deudora de la vertiente cómica a la que estaba supeditada entonces el western europeo, donde se ve cómo Damiani equilibra con cierto encanto la obligada inclusión de gags con un sentido totalmente paródico hacia el Spaghetti, donde muchos de los tropos básicos del mismo se desdibujan con un perenne sentimiento mordaz hacia esas disruptivas maneras de hostilidad y salvajes forajidos. Con todo, y aunque Damiani parece tirar de oficio en una revisión mordaz de una variación del género aquí totalmente ajena a sus inquietudes argumentales más recurrentes, acierta en dejar caer el protagonismo en un Terence Hill que se dedica a repetir sus habituales clichés interpretativos, con un personaje que eleva la aguda visión del prototípico anti-héroe que parece siempre ir por delante de las acciones ajenas. No conviene olvidar de esta película tres apuntes: la espectacularidad de sus escenas de acción, dignas de las mejores muestras del Spaghetti en su mayor apogeo, la producción no acreditada de Sergio Leone, así como la presencia de uno de los mejores ‹scores› que Ennio Morricone compuso para el eurowestern.
Tuvieron que pasar dos años para que Damiani realizase, en 1977, lo que podríamos considerar como su testamento en lo que a cine político se refiere dentro de la época más florida dentro del cine denuncia italiano: en Tengo Miedo, Gian María Volonté es un agente de policía que es asignado para proteger a un amenazado magistrado, perseguido por la corrupción de la ciudad. Es curioso situarse en el propio año de producción, donde muchos de los coetáneos de Damiani seguían férreamente las vicisitudes más violentas del thriller político envuelto en las agitadores aristas de los ‹poliziotteschi›, mientras que en esta obra el director sigue fiel a su estilo de dotar de solidez y continuos ampliaciones de subtramas para englobar su artificio en una hostilidad urbana permanente, como sucede en esta Tengo Miedo, probablemente una de sus mejores piezas. Historia de regusto incómodo y con las connotaciones dramáticas habituales del cineasta a la hora de recrear con melancolía las asociaciones de los protagonistas a una arquitectura social totalmente despiadada, el mensaje crítico se perfecciona respecto a las anteriores películas del director construyendo de una manera sólida un clarificador tono de oscuridad y decadencia. La triada de protagonistas, formada por el propio Volonté, el sueco Erland Josephson y la siempre agradecida y férrea presencia de Mario Adorf, está simplemente espléndida.
Tras un conjunto de thrillers menores que comprenden su nueva colaboración con Claudia Cardinale en Agente Doble, o la dupla junto a Giuliano Gemma con Un uomo in ginocchio y L’avvertimento (que alternaría junto a sus primeras colaboraciones en televisión), Damiani es requerido en Hollywood para una apuesta alta: la primera secuela de uno de esos pequeños clásicos del “terror basado en hechos reales” que inundó el cine de terror en los años 70, Terror en Amityville. En Amityville II. La Posesión dirige un guión de un entonces primerizo artesano del horror como Tommy Lee Wallace, situándose a modo de precuela en los sucesos reales que conforman uno de los episodios más populares de la historia criminal de Estados Unidos: el asesinato de la familia DeFeo a cargo de su hijo Ronald, meses antes de que la familia protagonista de los sucesos paranormales más mediáticos de América ocupase la casa encantada por excelencia. Damiani se distancia de la película predecesora manteniendo un concepto clave como es el grupo familiar inmerso en los tropos básicos de la mansión con misterio, todo un emblema o en sí mismo para el folclore del horror, dotando de una estética feísta que implementa una inesperada sordidez al poderío visual de la cinta, y añadiendo además dosis de morbo a los más fanáticos seguidores del mito de Amityville: la supuesta relación incestuosa entre Ronald DeFeo y su hermana. Dilapidada en su recta final por las herencias del ‹mainstream› con su intentona de emular a la capital obra para el género como fue El Exorcista, esta secuela procreada por Damiani es toda una rara avis dentro de franquicias hollywoodienses del terror.
Además de con esta secuela, los 80 comenzaron a Damiani con alguna otra colaboración televisiva y un policiaco intrascendente en su obra como Pizza Connection, nueva recreación de la Sicilia más hostil bajo el influjo del thriller urbano de los 80, para llegar a 1987 con una de sus películas más injustamente olvidadas: Una historia que comenzó hace 2000 años (La gran incógnita) es un drama con ínfulas de thriller que nos llevaba a la Palestina de pocos años después de la supuesta muerte de Jesucristo, donde allí es enviado un agente romano interpretado por Keith Carradine para investigar la localización del cuerpo del nazareno y su posible resurrección. Fracaso en la taquilla de la época, la cinta suponía un interesante combo entre el repaso histórico y las ramificaciones dramáticas hacia un conglomerado de política y religión llevado con estilo y una especial agudeza tanto en los diálogos como en los aspectos más confusos de la historia. Rodada en Túnez a modo de co-producción entre el mencionado país junto con Italia y España, Damiani vuelve a demostrar su talento para la dirección de actores regalando a Carradine a uno de sus mejores papeles, junto a un estoico Harvey Keital en la piel del mismísimo Poncio Pilatos. Su escenografía es maravillosa, engrandecida además por un ‹score› especialmente lucido de Riz Ortolani.
Tras un documental llamado Imago Urbis (donde colabora con nombres tan importantes como Mauro Bolognini o Ettore Scola), llegó su participación más destacada para televisión, medio que en aquellos finales de los 80 en Europa, y más concretamente en Italia, relegó la producción de cine de género a un ocaso que ya se intuía desde los primeros vestigios de la década. Protagonizada por un sensacional Ben Kinglsey, El Tren de Lenin fue concebida como una mini serie de televisión de dos capítulos donde se recrea en plena Primera Guerra Mundial el viaje en tren de un grupo de emigrantes rusos conducidos desde Alemania hasta San Petersburgo; allí se encuentra Lenin, con todos los contubernios y enfrentamientos políticos que su presencia pueda conllevar. Aún limitado por las formas y sincronismos del formato televisivo, Damiani continúa con uno de los prototipos más vistos en su filmografía, los duelos de trasfondo político con reflexiones morales y dentro de una trasfondo hostil y de cruel opacidad, aquí con ciertos devaneos urdidos en una historia de amor. Sólida en sus interpretaciones aunque maniatada por las exigencias de su condición histórica de telón de fondo, la obra se disfruta con cierto agrado aunque lejos del espíritu amotinador de las mejores películas de su director.
Después de reunir a una extraña pareja interpretativa formada por Tomas Milián y Elliot Gould en Retrato humano, una nueva incursión entre los bastidores del mundo del cine aquí con la relación de un prestigioso director y su amigo íntimo de toda la vida, Damiani inaugura los 90 con El Sol Oscuro; thriller de evidentes aristas televisivas pero que alcanzó un insulso estreno en salas en países como España (712 espectadores según la web del Ministerio de Cultura), la película reincide en la mafia siciliana, en este caso con el regreso de un hombre que regresa a su Palermo natal debido al deceso de su madre, para así realizar los trámites hereditarios pertinentes. Allí se verá imbuido por el siniestro brazo de la mafia local, donde podemos notar a Damiani en un vacuo intento de repetir las armas narrativas y estéticas de sus mejores años pero dentro de un alarmante piloto automático. Aún con un puñado de escenas de cierta tensión dramática, la dupla actoral americana formada por Michael Paré y Jo Champa no acaba de funcionar, aunque la cinta se esfuerce en ello dejando caer en sus escenas conjuntas algunos de los momentos más trascendentales de este limitado suspense urbano.
Tras Un ángel armado, un thriller de venganza también de aspecto televisivo y muy lejano a las drásticas y sórdidas estridencias que el subgénero nos regalaría en décadas pasadas, llega el declive en la carrera de un Damiano Damiani que no cesa en su trabajo, ya al calor del refugio de la pequeña pantalla, según transcurre la década de los 90: Uomo di rispetto, Una bambina di troppo o Ama il tuo nemico y su secuela serían algunas de las colaboraciones televisivas en los últimos años de carrera del director. Aún así, antes de su retirada en 2002, todavía le dio tiempo de dirigir dos películas para cine: el thriller policiaco Alex l’ariete, para mayor gloria del popular esquiador italiano Alberto Tomba en un rol protagonista y con guión del infatigable Dardano Sachetti, así como una co-producción hispano-italiana llamada Ángeles de negro. Esta, protagonizada por Camen Maura, es una comedia basada en la novela Los asesinos de los días de fiesta de Marco Denevi, centrándose en un grupo de actores cómicos que tras la pérdida de la directora de su compañía tratan de ganarse la vida haciéndose pasar los familiares del fallecido de todo funeral al que puedan acceder. Con sátira y un cinismo heredados del mejor Luis García Berlanga, la película funciona gracias a las buenas formas de su elenco actoral, quienes se ensamblan a la perfección con los arraigos mordaces que pide la historia. Aún lastrada por la irregularidad de sus gags y por el recorrido por algunos lugares comunes de este tipo comedias, supone una despedida agridulce para Damiani, retirado del cine tras el estreno de esta última obra en 2002. Fallecido en Roma 11 años después, su deceso vino ligado con una incesante reivindicación de su figura por eventos y festivales como un nombre elemental de lo que algunos llaman el “nuevo cine italiano”, donde Damiani dejaría patente un nervio narrativo singular que le separaría tanto en fondo como en forma de algunos de sus coetáneos más prestigiosos.