Puede que Damiano Damiani sea de uno los grandes olvidados o, por qué no decirlo, malditos cineastas si echamos la vista atrás en la ahora reivindicada efervescencia mediterránea del cinemabis europeo, y más concretamente el italiano. Nacido un 23 de Julio de 1922 en la pequeña localidad de la Italia nororiental de Pasiano di Pordenone, Damiani se distanció de sus coetáneos por irrumpir en el cinemabis aunando una artesanía que iba de la mano con unas creencias políticas profundamente marcadas, que le hicieron promover sus valías técnicas dentro de un profundo compromiso por lo narrado. Su talante rebelde e inconformista se alinearon para procrear un estilo con el que iría esquivando las coyunturas genéricas reproducidas por las mecánicas de la industria, haciendo de su cine una clara muestra del discurso político, tan habitual en la Italia cultural que le tocó vivir; esto fue algo especialmente demostrable en la época más expansiva de su obra, la siempre disruptiva década de los 70. Pero más allá de eso, Damiani tiene unos orígenes enfocados al neorrealismo, movimiento fecundado tras la Segunda Guerra Mundial en el país de la bota como un reducto de miradas autorales ante los más humanistas condicionantes que formaron la sociedad del país.
Tras unos primeros trabajos en el campo del cortometraje documental del que se tienen constancia dos trabajos (La banda d’affori y Le giostre), la filmografía de Damiani comienza al mismo tiempo que la década de los 60 con Il Rossetto, conocida en fronteras españolas como El lápiz de labios. Sin olvidar previos trabajos como guionista en algunas coproducciones de Italia junto a otros países europeos a finales de los 60 (Los bateleros del Volga y Giuditta e Oloferne, entre otras), El lápiz de labios no sólo es una de sus más reputadas obras sino también la considerada como el pistoletazo de salida a su interesante carrera como director. Junto al guionista Cesare Zavattini gesta un libreto con la historia del asesinato de una prostituta de Roma, centrando la acción en una joven adolescente vecina de la fallecida y que cae enamorada de uno de los principales sospechosos del crimen. Capitaneada por la consecuente investigación policial (donde si nos metemos en las complejas confluencias de los subgéneros italianos de entonces podemos hasta asimilar esto como un germen del posterior giallo), la película es la prueba palpable de las primerizas filias de Damiani hacia el neorrealismo de su país, con una puesta en escena totalmente cercana, de impostada anexión al costumbrismo y bajo el hálito preciosista del blanco y negro. A este respecto cabe destacar el dibujo hacia la Roma más decadente y suburbial, mostrando todos y cada uno de los circunspectos sociales más bajos de la radiante ciudad. La efímera actriz Laura Vivaldi sumerge su inocencia en una especie de acusación moral de algunos de los personajes que la rodean, en una trama que se codea con el ‹whodunit› como maniobra tonal y que propone una fusión funcional entre la investigación policial (comandada por el inspector interpretado por el actor genovés Pietro Germi) con el drama social, siendo esta segunda coyuntura la más afín con la propia personalidad de Damiani. Son muchos los que creen que El lápiz de labios fue uno de los principales campos de influencia de Bernardo Bertolucci en la también ópera prima, y con un libreto firmado por Pier Paolo Pasolini, La commare secca, con idéntico punto de partida y similar desarrollo erigiendo los constantes interrogatorios como arma narrativa.
Con el mismo tándem creativo en el guión Damiani siguió con el drama de trasfondo criminal con El sicario en 1961, adaptando un año después a la gran pantalla La isla de Arturo de Elsa Morante e incluso probando con un tono cómico mucho más profundo en La rimpatriata (en la que relata la camaradería de un grupo de amigos en el núcleo urbano milanés), donde el director sigue su empeño en rescatar las armas escénicas y tonales del neorrealismo, claves en sus primeros trabajos. De una manera algo más sofisticada hace lo propio en La noia, que basándose en una novela de Alberto Moravia nos traslada al centro de una familia burguesa italiana a través de la figura de Dino (Horst Buchholz), el hijo de una viuda americana interpretada por Bette Davis, quien en su día estuvo casada con un imponente noble de la alta alcurnia romana. Esta, una de las más interesantes y también olvidadas películas de Damiani, plantea el conflicto interno del personaje principal, refugiado en las más conservadoras maneras de su madre (impecable Davis), cuando comience una relación con una joven aspirante a actriz dramatizada por una espectacular Catherine Spaak, años antes en El gato de las nueve colas de Dario Argento. El film, que aporta además un tan interesante como sinuoso apunte erótico, cuasi adelantado a la época, se centra en el retrato de una obsesión sexual que ha de confluir con todo un conjunto tropos en sí mismo de la idiosincrasia italiana: el choque de intenciones y perversiones con los razonamientos de la clase aburguesada y las vivencias de las calles más llanas de una luminosa Roma de la que se recorren algunos de sus más famosos vestigios como la inolvidable Plaza de España. Damiani sigue aquí confluyendo entre los efluvios del nerrorealismo pero dentro de una sobriedad escénica más propia del cine clásico hollywoodiense, y que alcanzó cierta fama en su época por convertir a Spaak en uno de los sex symbols más precoces del cine europeo.
De necesario rescate es la primera de sus escasas aportaciones al fantástico, coyuntura que a Damiani nunca interesó demasiado aunque instaure aquí un sentido por el mismo muy loable. Las diabólicas del amor, título con el que se conoció en España a La strega in amore, es una película de 1966 que bajo una clara influencia se deja embriagar de los efluvios del gótico que en esos años capitaneaban en Italia los Mario Bava, Riccardo Freda o Antonio Margheriti. El acercamiento de Damiani al horror no es tan directo como algunas de las obras más recordadas de sus citados coetáneos (aunque respete el empeño por la atmósfera, gracias a otra nueva predisposición cromática al blanco y negro), ya que aquí escupe el enardecimiento de una sobria ambientación al mismo tiempo que reincide en una carga erótica directa y palpable. Basándose en una novela de Carlos Fuentes, la trama se centra en un bibliotecario que llega por previa petición a un castillo donde una viuda le cita para traducir una bibliografía digna de los mejores anticuarios. La presencia de la misteriosa dama de la casa y la excelsa belleza de su hija pondrán en más de un aprieto al protagonista en esta clara muestra del concepto folclórico y ancestral del fantástico italiano, bajo una historia de complot de trasfondo que tanto en su temática como en la ejecución bi-dimensional de su trama recordará enormemente no sólo a algunas piezas góticas clave de aquellos años (la embriagadora y mística interpretación de una bellísima Rosanna Schiaffino se emparenta a las grandes damas del subgénero), sino también a las revisiones de esta coyuntura de años posteriores como el Suspiria de Dario Argento. Secundada por dos actores todoterreno como Gian Maria Volontè o Ivan Rassimov, la cinta es una fresca asimilación de las influencias artísticas y costumbristas del horror italiano que regala, en una tan artificiosa como sensacional conclusión final, un último tercio para el recuerdo.
Un año después consigue, con una de sus pocas aportaciones al Spaghetti Western, uno de sus títulos más reivindicados: Yo soy la revolución, también conocida con el título alternativo ¿Quién sabe?, supuso uno de los títulos de cabecera del también llamado eurowestern dentro su faceta revolucionaria, que capitaneada por otros coetáneos a Damiani como Sergio Corbucci se convirtió en la rama más enfervorecida de exorcizar las reversiones propias del subgénero y donde los cineastas podían de una manera evidente imprimir su ideario político, claramente afín a la izquierda. La cinta cuenta con el inolvidable protagonismo de un Gian María Volontè en la piel de El Chuncho, un guerrillero mexicano que en plena revolución se alía con el pasajero norteamericano (Lou Castel) de uno de los trenes asaltados por su banda de forajidos, naciendo entre ellos una extraña y a priori inexplicable relación de amistad e intereses. Con un sentido para la acción que regaló algunas de las escenas más espectaculares del Spaghetti, Damiani da un retrato seco, sórdido e incisivo del clima más adverso e intransigente del oeste fronterizo, con unas maneras hacia la violencia atmosférica que según las malas lenguas se convirtieron en una clara influencia para el Sam Peckinpah de la posterior Grupo Salvaje. La cinta está considerada como una de las obras claves de la corriente fuera de las aportaciones de Sergio Leone, y ello es debido a la artesanía y oficio con los que Damiani afronta el desafío de sumergirse por este western amoral, feísta, hostil y de sórdido sentimentalismo. Inolvidable su tercio final, encumbrado como uno de los hitos del eurowestern, así como la participación de Klaus Kinski quien aporta esos toques de surrealista comicidad ya vistos en otras cintas del director.
También como una de sus obras más conocidas, aunque aquí seguramente debido a la entonces incipiente popularidad de su pareja de protagonistas, Franco Nero (con quien iniciaría una serie de colaboraciones) y Claudia Cardinale, es El día de la lechuza. Con una novela de Leonardo Sciascia como punto de partida, Damiani se mete aquí en una sumersión a la mafia siciliana y su relevancia y hostil influencia en el corporativismo de la industria de la construcción; la premisa es el asesinato de un sindicalista en extrañas circunstancias y una paralela desaparición, la que atañe al marido de una deseada y exuberante mujer local. A ella llegará un joven policía con las intenciones de resolver un caso cuyo desarrollo servirá a Damiani para ejercitar un retrato donde lo fatal se fusiona con lo social, reiterando la hostilidad imperante de su incursión en el eurowestern aquí con unas connotaciones populares más propias de sus primeros trabajos, creando un hálito realista en la convivencia del pueblo llano con las ramas más realistas de la mafia italiana. Además de por ese tono precursor de los más feroces discursos de Damiani vistos años después en lo que a crítica social y política se trata, la película también destaca especialmente por crear esa dualidad social sin estridencias ni artificios (herramienta utilizada con demasiada vehemencia en películas de similar índole) y la química entre Nero y Cardinale, siendo sus escenas conjuntas las más destacadas de la obra. La presencia de un entonces secundario de lujo como Lee J. Cobb añade también una especial personalidad a la cinta.
Con los últimos estertores de la década de los 60 llegan otras obras como Una chica más bien complicada, que basándose en un relato corto de Alberto Moravia llamado La marcia indietro y bajo un pomposo hálito de ligereza, estilismo y agilidad tonal, se adelanta a algunos de los entresijos más perversos de las relaciones románticas, en un tono claramente pesimista heredado del material adaptado, con un estrambótico sentido del devenir de las situaciones que bien pudiera recordar a algunos de los tropos tonales del entonces seminal giallo. Una historia de amor a varias bandas expuesto bajo la efervescencia artística y hedonista de la década de los 60 que se intensifica bajo un duelo interpretativo conformado por el actor francés Jean Sorel y la nueva incursión en la filmografía de Damiano Damiani por parte de Catherine Spaak, apareciendo también en escena una entonces primeriza Florinda Bolkan. Como algunas otras películas del director, la cinta esconde en el fondo de su andamiaje conceptos mucho más oscuros de lo que la capa estética parece ofrecer, con el habitual predominio de la erótica como cobertura a un subtexto mucho más perturbador de lo previsto. Estéticamente uno de sus mejores trabajos, su actual condición de proto-gialli, tal y como se la proclama en algunos círculos, la ha situado injustamente como una de las películas menos consideradas de su carrera por los discutibles vaivenes de un guion para el que Damiani se rodeó de Alberto Silvestri y Franco Verucci.
Con el inicio de la década de los 70 comienza el tramo más interesante y rescatado de la filmografía del cineasta, aquel en el cual en contextos mayoritariamente urbanitas pudo imprimir su talante cercano a la denuncia y mayoritariamente expositor de su ideología, donde previamente, y salvo casos más claros como Yo soy la revolución, tan solo se intuía. Así, tras Sola ante la violencia, cinta basada en hechos reales donde se denunciaba la violencia expuesta contra la mujer en una sociedad potencialmente machista y aletargada (con la mafia siciliana de nuevo como telón de fondo y el protagonismo de una jovencísima Ornella Muti), en 1971 llegó una de las cimas de su filmografía: Confesiones de un comisario, obra donde acomete directamente en contra de la corrupción y los más sucios y desfavorables ambientes dentro de las barreras íntimas de la escena interior de lo gubernamental, a la que se enfrenta una dupla formada de manera espontánea por un magistrado interpretado por Franco Nero y un comisario metido en la piel de Martin Balsam. Thriller político árido en ejecución y sin ningún freno interior a la hora de retratar las más sucias cloacas del estado, comparte con el inminente ‹poliziesco› la suciedad urbana repleta de violencia y conflictos de intereses, recreando los aspectos menos conocidos y también más temidos de Palermo. La película catapultó a Damiani ya definitivamente como uno de los iconos del cine denuncia político de la Italia de los 70, y es en gran parte al espíritu disruptivo de esta obra: tan reflexiva como provocadora, el cineasta maneja sus previas herramientas a favor de un cine cercano y directo, para hacer de Palermo todo un núcleo de perversión política y un hostil cómputo de traición y perfidia, con una veracidad exquisita en el retrato social. Un cómputo de herramientas que han caracterizado las siguientes películas de Damiani en esta década, que se analizarán en el siguiente capítulo de este estudio.