El fuego, la palabra y el cine
Cada nueva entrega del cineasta alemán Christian Petzold nos obliga a posicionarnos de frente con el signo de nuestros tiempos, la contemporaneidad palpable, ese halo postmoderno, irremediablemente descompasado, que acecha en el fondo del corazón de una mayoría de supervivientes del siglo XXI. Que no os confundan estos tres dominios conceptuales que me ha sugerido su última magnífica película, arribada por fin a las salas de cine de nuestro país. Son una cierta coincidencia inconexa —o quizás no tanto—. No encontraréis aquí el fulgor alucinado y unidireccional de aquel clásico norteamericano sobre el fenómeno socio-cultural de los falsos predicadores dirigido por Richard Brooks. Las formas del cineasta alemán, una vez más, fluctúan entre el distanciamiento analítico y el apasionamiento soterrado, hasta conducirnos a un cuestionamiento certero y profundo de las premisas existenciales esenciales —singularmente del amor—. Pero desde luego hay fuego. Hay palabra, escrita, recitada, relatada. Y hay cine.
Petzold, enmarcado en la Escuela de Berlín, formado en la potente Deutsche Film-und Fernsehakademie, es otro ilustre representante de esa renovada ola alemana, junto a Angela Schanelec o Thomas Arslan, tan asentada en el pensamiento filosófico en diversas vertientes. En su caso particular, ha pivotado con solvencia por premisas autorales socio-culturales y realistas, aderezadas con pinceladas propias del fantástico. Tiene además una querencia programada hacia las trilogías cinematográficas por la influencia de su profesor en la escuela de cine Harun Farocki —recordemos, perteneciente al Nuevo cine alemán—, con el que co-escribió varios de sus guiones. Así fue en aquella colección “Gespenster” (“Fantasmas”), a la que pertenece Yella, o en sus tres celebrados melodramas sobre las dificultades del ejercicio amoroso en contextos políticos represivos, Barbara, Phoenix y En tránsito.
En los últimos tiempos parece perseverar en su estudio del amor más pasional, lacerante, desde una perspectiva epistemológica diferente, en cierto modo mucho más simbólica, la que se construye sobre los elementos indispensables para la vida. Primero fue el agua en Ondina. Un amor para siempre, su fábula mítica sobre una sirena enamorada en el Berlín de nuestros días, donde ya resplandecía la mágica presencia de una de sus actrices fetiche, Paula Beer. Y ahora es el fuego, el de un cielo que ya vislumbramos fugazmente en un destello rojizo sobre el negro de los títulos de crédito, adormecidos musicalmente por In my mind de la banda austriaca de pop electrónico Wallners.
Sobre la cadencia melancólica de esta hermosa canción —un maravilloso hallazgo para la que suscribe, que resonará en nuestras cabezas hasta el mismo final—, dos hombres jóvenes, Félix (Langston Uibel) y León (Thomas Schubert) conversan dentro de un coche en ruta, rodeados de la frondosidad verde del bosque. Y el primero constata premonitoriamente, «Algo no va bien». Los dos amigos berlineses se disponen a pasar el mes de junio en la casa de vacaciones de la familia de Félix en el Mar Báltico, con el objetivo de poder dedicarse con tranquilidad a sus respectivos proyectos. León quiere terminar su segunda novela, Club Sandwich, y Felix está preparando una carpeta de solicitud con fotografías para la escuela de arte sobre el tema del agua. Pero, ¿qué es lo que no va bien? El coche se ha averiado a varios kilómetros del destino. Cuando llegan caminando a la casa, se encuentran con que la madre de Félix también ha procurado alojamiento a la sobrina de uno de sus compañeros de trabajo. A Nadja (otra vez, exultante, Paula Beer) la conocen sin haberla visto. Por la noche, desde su pequeña habitación compartida, la escuchan reír y gemir. Por la mañana, León, obcecadamente contrariado por una circunstancia que contraviene sus planes, apenas vislumbra a una mujer enfundada en un luminoso vestido rojo que se va con su bicicleta a trabajar. Y la expectación se acrecienta.
Cuando por fin se reúnan, descubriremos con ellos la fascinante presencia de una mujer que no es lo que parece, cuya alegría vitalista enfurece al escritor frustrado, a la vez que atrae poderosamente a ambos, mientras los aviones de extinción de incendios acechan el cielo para extinguir un incendio forestal que se ha declarado a unos treinta kilómetros de distancia. En este verano caluroso y seco, las pasiones como el fuego se van propagando inexorablemente. Cuando conozcan a Devid, el seductor novio salvavidas de Nadja, por quien Félix también se siente atraído; cuando la buena sintonía de los otros tres termine por exasperar inconteniblemente a León, que apenas participa de los viajes en grupo a la playa, pero posterga repetidamente su trabajo; cuando Nadja califique negativamente el manuscrito que León le entrega temeroso para que lea; o cuando llegue por fin su esperado editor, Helmut, al que León le había alquilado una costosa habitación de hotel en la que supuestamente vivió Uwe Johnson, pero que se muestra mucho más interesado por las fotografías de Félix o por la sorprendente labor investigadora de Nadja: está haciendo su doctorado en estudios literarios sobre el Romanzero de Heinrich Heine, y sólo trabaja en la hostelería estival porque perdió una beca —resulta irremediablemente seductora recitando ante el grupo su poema favorito, Der asra, para regocijo de Helmut y desesperación de León—.
Y como el fuego destruye el bosque, anunciando la devastación con efluvios luminosos de ardor que tan poéticamente atrapa la cámara de Petzold, determinados acontecimientos dramáticos también van a resquebrajar las vidas de los que no sobrevivan a estas jornadas, y de los que se queden enfermos, o perdidos en la soledad, aunque capaces de escribir una historia vívida, que es por fin una buena novela, y que es también esta película —la conoceremos sobre una voz narradora superpuesta, de las que tanto gusta el director, sobre las estampas vitales del autor, en un juego narrativo de cine y literatura que me parece singularmente cautivador—.
Ya lo dije al principio, el amor, la impronta creativa, literaria o cinematográfica, la amistad, la frustración o la tragedia ineludible, en la alquimia poderosa del fuego esencial, conforman una película, reconocida con el Premio especial del Jurado en la Berlinale, con la que Petzold continua consolidando una trayectoria artística de indubitada calidad. Una mirada poderosa sobre circunstancias personales particulares, que son en definitiva significativamente representativas de la realidad sociológica que nos contempla.
«El Cine es más hermoso que la vida.»