Si hubiera que poner una palabra para definir a El chico más bello del mundo esta sería Dispersión. No tanto por su objetivo final sino más bien en su procedimiento, en cómo desgrana la tortuosa vida interior de su protagonista. Porque esta es la (una) historia de Björn Andrésen, pero también una mirada a la construcción de iconos basados en algo tan subjetivo como la belleza y cómo hay una maquinaria sistémica empeñada en moldear imágenes deseables y hacerlas pasar por verdades incontestables.
Más allá de la historia más o menos conocida del protagonista de Muerte en Venecia, su ascenso y caída, el documental de Kristina Lindström y Kristian Petri parece tener un especial interés inicial en el fustigamiento de Luchino Visconti, presentándolo casi un depredador libidinoso carente de escrúpulos. Un individuo que lleva al límite el concepto de justificar los medios para un fin y que “usa” a Andrésen más que como un meritorio descubrimiento interpretativo como una especie de juguete, de adorno embellecedor que se ajusta a lo necesario para su película sin ir más allá.
Aunque este podría ser un punto de partida interesante para establecer un debate al respecto de los límites éticos de lo artístico, el film se decanta por poner el foco sobre las consecuencias personales que sufrió Andrésen a raíz de su éxito. Y es aquí donde El chico más bello del mundo pierde su foco. En primer lugar en el retrato de su protagonista, al que da voz, cierto, pero que en demasiados momentos acaba siendo víctima de la mirada y reinterpretación de los otros, incluyendo a los directores que parecen más interesados en ofrecer una imagen victimista más que en tomar una recomendable distancia tanto en los testimonios como en los hechos.
Con ello, se establece una relación causa-efecto que puede funcionar aunque sea a un nivel superficial y reduccionista. No hay una verdadera intención de establecer un diálogo entre la personificación del drama y la maquinaria global de la mercantilización de algo tan discutible (y en todo caso efímero) como la belleza. Lo importante aquí es el drama personal puro y duro, con lo cual no se puede llegar a muchas conclusiones que trasciendan las propias impresiones que nos podamos llevar de Andrésen.
Además, nos encontramos ante una narración un tanto caótica. Se entiende su estructura presente/pasado como formato espejo donde veamos actos pasados y consecuencias posteriores, pero todo el conjunto se siente deslavazado, con importantes lagunas biográficas que son solo apuntadas a forma de pie de página y que, a tenor de lo (poco) contado podrían tener tanta importancia como los hechos narrados como principales.
La sensación final es que hay muchas elipsis forzadas, muchos espacios en blanco a rellenar y un cierto interés en, a pesar de ser un documental muy focalizado en el protagonista, convertirlo en una no-persona, en un individuo sin una historia de interés hasta que aparece Visconti y que languidece a posteriori sin otra cosa a contar que no sea las consecuencias de su interpretación en Muerte en Venecia. Así pues El chico más bello del mundo se nos antoja como un cuadro incompleto, con algunas pinceladas de cierto (y moderado) interés, pero que se queda en algo intrascendente en cuanto a emoción y mensaje. Justo lo contrario de lo que aparentemente era su intención inicial.