El castillo de arena está considerada como una de las mejores y más exitosas en su momento películas policíacas de la historia del cine japonés. Basada en un best-seller escrito por Seicho Matsumoto cosechó gran cantidad de premios a la vez que un enorme éxito de taquilla. Sin embargo con el paso de los años su popularidad fue decreciendo hasta convertirse en una de esas piezas ocultas que ofrece una cinematografía tan rica y potente como la japonesa. En mi opinión este destierro se fundamenta en parte por el hecho de que su responsable, Yoshitaro Nomura, no ostenta en la actualidad esa reivindicación que si disfrutan otros colegas de su generación. Nomura fue el Alfred Hitckcock del renovado cine japonés de los sesenta y setenta. Un artesano poseedor de un oficio fuera de toda duda y con una mano muy especial para bordar thrillers a la japonesa. Con sus rasgos peculiares. Haciendo recaer el sentido de su arte hacia senderos propios de la introspección y la caligrafía del lejano oriente. Con crueldad pero sin exceso. Hilando una fatalidad colmada de resignación y aceptación del destino. En la que el pasado juega un papel de relevancia. Viajando temporalmente hacia espacios pretéritos y presentes sin ningún tipo de problema. Partiendo de elipsis muy innovadoras. Insertando una violencia que no se apoya en los tiroteos, persecuciones ni en peleas de bar. Una violencia latente. Que se siente pero que no se observa. Que espera paciente su turno para aparecer sin hacer mucho ruido, pero inquietando la mente del espectador.
Todos estos aspectos se hallan integrados en el envoltorio de El castillo de arena. En mi opinión una de las obras más hermosas, conmovedoras y perdurables que he visto en las últimas semanas. Una joya indispensable para todo aquel que guste gozar del cine oriental más inmaculado. Un policíaco de libro. Que sigue ciertas normas de clásicos como El estrangulador de Boston o de ciertos noirs que narraban el argumento como una especie de atestado policial en el que se detallaban en el inicio de cada secuencia el día, hora, lugar y detalles de lo que iba a acontecer. Siendo por tanto un referente para piezas contemporáneas como el Zodiac de David Fincher o la también setentera La venganza es mía de Imamura. Pues en los primeros 100 minutos de los 142 que dura el film podríamos pensar que estamos asistiendo casi en tiempo real a los acontecimientos investigados, adoptando pues el espectador la figura de una especie de fiscal o procurador al que se le exponen los hechos por parte de la policía. Para posteriormente dar un giro radical. Un vuelco que me fascina. Sorprendente y engatusador. Volviendo al pasado para reconstruir las piezas que parecen no encajar del todo. Sin buscar explicaciones ni emitir dictámenes morales. Tan solo mostrando imágenes evocadoras. Implantando un procedimiento visual propio del cine mudo. Narrando a través de la imagen. Empleando diálogos solo cuando no queda más remedio. Reformando la estructura de thriller clásico que brota de cada segundo pasado, derivando la silueta de la cinta hacia parajes inherentes a un melodrama familiar que no precisa de ningún elemento policial para seducir. Optando por un montaje en paralelo brillante que pone los pelos de punta. Conectando el escenario presente donde se está desarrollando un concierto de piano (cuya música servirá para engalanar las escenas más emocionantes) con los acontecimientos vividos por ese pianista cuando éste solo contaba con apenas 7-8 años de edad. Un viraje seco. Que no avisa. Que puede desconcertar. Pero que a mí sencillamente me aplasta el corazón, siendo el recurso que desplaza el resultado final del notable al sobresaliente.
La trama arrancará como una especie de Twin Peaks pero explotando las bondades del género de las buddy movies. Mostrando la llegada a la población montañosa de Kameda de una típica pareja de investigadores formada por un miembro más veterano, el detective Imanishi (interpretado magníficamente por el legendario Tetsurô Tanba en un rol que le encajaba como anillo al dedo), y otro más novato, el detective Yoshimura (Kensaku Morita). Ambos se encuentran investigando un extraño caso de homicidio. El de un hombre de unos sesenta años encontrado muerto en las vías del tren en las afueras de Tokio. Difunto de un violento golpe en la cabeza que le ha desfigurado parte del rostro. Punto, unido al hecho de no tener ningún documento de identidad, que ha imposibilitado su reconocimiento. El dúo ha llegado a esta localidad debido al testimonio de una camarera de un local que parece vio al asesinado discutiendo junto a un joven que escondía su rostro tras unas gafas de sol, escuchando la palabra Kameda en una conversación virulenta que parece tuvieron estos dos personajes mientras bebían sake.
Pero ninguna pista parece concretar nada. Todo se asomará difuso. Nada está conectado. El caso parece perdido. Sin embargo la aparición del hijo adoptado del cadáver dará algo de luz. Pues el mismo se identificará como Miki, un ex-policía que regentaba un pequeño establecimiento en un pueblecito del noreste de la isla que estaba realizando un viaje para celebrar su jubilación visitando los principales templos budistas del país. Nadie sabe el motivo de porqué decidió acudir a Tokio, puesto que no estaba en sus planes pasar por la capital. El embrollo se torcerá aún más cuando Imanishi y Yoshimura aterricen en la localidad natal de Miki. Pues todos sus vecinos ensalzarán sus virtudes. Le describirán como un ángel en la tierra. Bondadoso, solidario, de gran corazón. Capaz de renunciar a su bienestar para ayudar a quien lo necesitara. Sin enemigos conocidos por tanto. Ajeno a corrupciones y tratos de favor. Sin influencias ni amigos en el ámbito político. ¿Cuál ha sido por tanto el motivo que ha llevado a su asesino a cometer este acto sin sentido?
En medio de la investigación, seguida por orden cronológico por Nomura exponiendo los pormenores con todo lujo de detalles, aparecerán una galería de personajes que en principio no sabemos a cuento de qué se presentan en pantalla. Un joven y misterioso pianista inmerso en el proceso creativo de su esperada composición a piano que está emparejado con la hija de un influyente ex-ministro de finanzas que entre chanchullo y chanchullo apadrina la carrera de su seguro próximo yerno. Seremos partícipes de su extraño comportamiento. El de un artista extravagante tocado con la varita mágica del ingenio pero también con ese desequilibrio típico de los genios. Pues aparte de su relación publicitada al publico, Eiryo Waga (que así se hace llamar este personaje) mantiene un amorío con una camarera llamada Reiko (Yôko Shimada) que desaparecerá repentinamente cuando Yoshimura descubra que encubrió un aspecto ligado con la investigación. Todo este entuerto será desvelado en un tour de force final absolutamente soberbio y portentoso que ensamblará un puzzle que en principio apuntaba a un laberinto del que no era posible escapar.
Como comentaba en las primeras líneas de la reseña la cinta se divide en dos partes muy diferenciadas. Esos primeros 100 minutos de thriller de trincheras, con un espíritu que absorbe la esencia de esos años setenta y con un ritmo pausado, que avanza sin prisas. Quizás demasiado lento para aquellos que prefieren una cadencia trepidante que no se detiene en reflexiones que caminan más allá de lo que se observa. Impecable para un servidor. Haciendo partícipe al espectador de como se desmenuzan las pesquisas y averiguaciones policiales. De la dificultad del trabajo de búsqueda de pistas y su posterior conexión. Pues ello sin duda no es consecuencia de un chasquido. Sino de la meditación y del método ensayo y error. Resultado de multitud de entrevistas a sombras que no volverán a aparecer en pantalla. Pequeños individuos que simplemente exponen unos hechos que a veces no siempre darán sus frutos. Siendo más desengaños que otra cosa. Entre estos actores relucen las fugaces apariciones de dos gigantes como Chishû Ryû y Taiji Tonoyama a los que siempre es un placer contemplar aunque solo sea unos escasos segundos.
Para una vez descubierto quien se escondía tras la tez del asesino (o asesina), pasar a unos últimos 40 minutos de puro cine. En el que se reconstruyen los motivos que llevaron al homicidio. Trasladándonos a un pasado de posguerra. De miseria y prejuicios. Dando paso al protagonismo de un padre y un hijo desplazados. Un vagabundo afectado por lepra y su retoño. Abandonados por una madre irresponsable. Mendigando casa por casa y pueblo por pueblo en busca de la caridad que nadie ofrece. Hasta que arribarán a la villa en la que Miki ejercía de policía (interpretado por un Ken Ogata —actor fetiche tanto de Nomura como de Imamura— en uno de sus papeles más tiernos). En este segmento los diálogos florecerán con cuentagotas. Será la imagen y la expresión propia de esas interpretaciones del cine silente las que sustentarán la fábula. Una media hora para disfrutar. Para dejarse llevar por el poderío narrativo de Nomura. Por su gusto paisajista. Por una fotografía que irradia una luminosidad semejante a un anime. Por una historia tremenda que lanza una llamada en contra de esos juicios de valor y del olvido de la memoria. Frente a esos que han alcanzado la fama y tratan de proteger la misma dejando de lado su humanidad. Una obra de arte hecha cine.
Con esta premisa El castillo de arena se eleva como una gema de proporciones mesiánicas. Una partitura maestra del cine oriental. Con un equipo técnico repleto de pesos pesados. Como Yôji Yamada, quien co-escribió el guión en colaboración con Nomura y Shinobu Hashimoto. Con la foto de Takashi Kawamata colaborador habitual del director de El demonio artífice de trabajos como Lluvia negra de Imamura o El entierro del sol de Oshima. Que abusa de recursos como el zoom y unos planos cenitales que quitan el hipo, que sin embargo alumbran como mágicos y esenciales.
Beneficiándose de un elenco de actores donde identificamos a la flor y nata de la época. Una obra que se cuestiona los límites del arte. Pues no todo vale. No es posible conseguir el éxito a cualquier precio. Presentando esa paradoja en la que choca el ingenio con los escrúpulos. Apostando por un canto en favor de la humildad y el freno a esas ansías devoradoras de una juventud que parece haber perdido esos valores milenarios que señalaban al ciudadano oriental. Los del respeto hacia los progenitores. De como buena parte de los japoneses aprovecharon la destrucción de sus documentos de identidad para inventarse una vida más beneficiosa para sus propósitos. Provechos como los de la defensa de un pasado que jamás puede ser una ofensa. Los de la exaltación de la dignidad y el humanismo frente a esos postulados que triunfan en occidente como son la corrupción y el desarraigo, así como la adoración de la gloria y el rechazo al fracaso. Pero también se expone una hipótesis ciertamente escalofriante. Pues quizás firmar una obra maestra solo es posible desde el sufrimiento, el dolor y la renuncia a aquello que una vez fuimos. Ya que el arte a veces no deja de manifestarse como una tortura en la que el verdugo somete a quien pretende moverse por sus frágiles contornos.
Todo lo mencionado convierte a esta maravillosa composición en una de las indispensables del séptimo arte nipón de los setenta. Muy bien desarrollada, mejor expuesta y extraordinariamente ejecutada. Ejemplar en su género. Perfecta en su opción de desbrozar su conglomerado en dos partes radicalmente divergentes. Humana y desgarradora. De esas películas en las que al final se escapa alguna lagrimita. Y de esas que aunque pasan de las dos horas largas de metraje, rezas en cada instante para que nunca se acabe.
Todo modo de amor al cine.
Me ha gustado mucho su artículo. Su análisis es impecable, desde luego, y es que se trata de mi película favorita, por encima de todas las que he visto a lo largo del tiempo, inteligente, misteriosa y conmovedora (la escena cuando en la comisaría, detective que interpreta Tetsurô Tanba no puede contener las lágrimas cuando informa sus superiores de la verdad de lo ocurrido. Yo tampoco pude evitarlo.
Pero no me dirijo a usted por esto, sino por un detalle que me cautivó: la iteración de la presencia de los trenes, las estaciones, el hijo del leproso corriendo descalzo a lo largo de las vías del tren, y más trenes que, al fondo de la escena pasan de largo, todos ellos invisibles ¡Nunca había visto una película con tal cantidad de «Rifles de Chejov»! hasta que, en el concierto final, se escuchan a lo lejos, creo recordar, las sirenas de los coches policiales.
No le entretengo más. Reciba un cordial saludo y mi admiración por su excelente trabajo.
José Hermida.
Gracias. Un saludo.
Disculpe, se me pasó por alto enviar mi mail, que es jhermida6@gmail.com