Lyokha trabaja como cartero en una pequeña localidad a orillas del lago Kenozero. Vive solo, apenas tiene cosas que hacer fuera de su rutina y las únicas personas con las que mantiene una relación social más o menos estable son Irina y su hijo Timur. Así es El cartero de las noches blancas, una película que como primera instancia parece querer analizar la soledad del individuo, pero que acaba yendo un paso más allá y plantea cómo esta soledad se acaba tornando en indefensión ante otros colectivos más poderosos, como el propio estamento político-burocrático o la mera unión de varios vecinos con actitudes cercanas a la delincuencia.
Andrei Konchalovsky es quien se sitúa tras las cámaras para dirigir esta pausada pero atractiva historia. Un hombre que ya arrastra una gran carrera en la cinematografía rusa desde los tiempos de la Unión Soviética, carrera en la que no sólo destacan sus proyectos tras las cámaras, sino también su tarea de co-guionista en Andrei Rublev, una de las obras más aplaudidas de Tarkovsky. También rodó varias películas en Estados Unidos. Su ritmo de producción, empero, ha cesado considerablemente en lo que llevamos de siglo. Además, alguno de sus últimos trabajos como El Cascanueces 3D recabaron bastantes varapalos en la esfera crítica internacional, por lo que El cartero de las noches blancas también puede adquirir un cierto aire de reivindicación personal.
Visualmente, no sería nada descabellado situar esta obra en la línea de Zvyagintsev, por citar uno de los autores rusos más conocidos en el panorama actual, aunque la crítica social permanece bastante más oculta que la del director de El regreso o Leviatán. Pero a la hora de retratar esos parajes de la Rusia más alejada de las grandes urbes, el estilo de Konchalovsky es bastante similar al del anteriormente mencionado. Y es que en El cartero de las noches blancas, el veterano cineasta opta por un ritmo contemplativo, en el que no parecen suceder grandes cosas en un sentido explícito, pero que sutilmente va desgranando una interesante historia. Este trabajo no habría resultado tan grato en el aspecto visual de no ser por la excelente fotografía a cargo de Aleksandr Simonov.
Así, el visionado de El cartero de las noches blancas se convierte en un ejercicio interesante no sólo para la vista, sino también para comprender algo mejor el carácter de la Rusia más profunda, gente que se crió al calor de la URSS y que hoy en día parecen seguir buscando su lugar en un entorno teóricamente libre. No hay mejor ejemplo para ello que el del cartero protagonista, tan enfrascado en su rutina diaria que malgasta su tiempo libre frente a un televisor que sólo le ofrece basura en lugar de abrirse un poco más al mundo que se levanta a su alrededor. Llama la atención lo poco que Konchalovsky nos sitúa en perspectiva respecto a esta figura protagonista, ya que por lo visto en pantalla su pasado no debió ser nada gratificante. Pero el director prefiere huir de estas convenciones cinematográficas y centra sus esfuerzos en desarrollar lo que quiere contar sin interrupciones de ninguna clase.
Sin embargo, al final El cartero de las noches blancas deja un poso bastante menor del que en un principio prometía. La trama da la sensación de no llegar a explotar en ningún momento, abusando de ese ritmo contemplativo que mencionábamos con anterioridad. Todo queda supeditado en exceso a lo visual, hay escenas en las que Konchalovsky parece preferir un plano que deleite la vista más que contribuya a tejer el argumento de la cinta. Aun así, es difícil no acabar la película con sensaciones positivas, puesto que realmente la cinta rusa desprende un excelente olor a buen cine durante gran parte de sus minutos, por mucho que al final el conjunto no termine de cuajar.