Últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Un hombre huye campo a través de un vehículo repleto de soldados, del que consigue finalmente escapar. Minutos después de transitar los helados parajes —resaltados por el poderoso contraste de esa fotografía en blanco y negro a la que se acoge el film— que componen las tierras bávaras, se encuentra con un vehículo y, en su interior, el uniforme de capitán que portará a partir de ese momento.
Aquello que se podría asumir como un hecho insignificante, el uso de un atuendo militar con el mero fin de sobrevivir a una contienda cuyas víctimas no son únicamente el enemigo, toma en El capitán la forma de una parábola acerca del sinsentido de un conflicto que se extiende, como es lógico, más allá de la propia razón. Algo que en un primer instante percibirá Herold, el protagonista, después de la persecución que le llevará a buscar cobijo bajo la raíz de un árbol, pero que más adelante experimentará en sus propias carnes, al verse reflejado como una de esas figuras despóticas de las que buscaba evadirse en los compases iniciales del film. El trayecto emprendido por Herold, que pronto encontrará compañero de viaje, se topará en primer lugar con el desencanto de un pueblo que ha perdido la fe en su ejército, intentando recobrar un espíritu que, no obstante, chocará con la reticencia de algún que otro lugareño. Tanto esa visita como la llegada a un hogar invadido (literalmente) por soldados que se habían separado del pelotón, irán moldeando la visión de un personaje cuya ansia de poder crecerá, asiendo un rol que en realidad no está exento de cierta retórica, pero en el fondo no deja de apelar a aquello que suscita un marco como el que debe afrontar el protagonista.
Así, Schwentke dibuja en ese uniforme el absurdo de un símbolo que no debe ser cuestionado ni ante la peor de las atrocidades. Un absurdo que se traslada al contexto bélico, y que encuentra en la cada vez más distorsionada estampa de Herold la herramienta perfecta para dilucidar la sinrazón de unos hechos que, por momentos, carecen de sentido; y quizá sea en ese punto donde El capitán no acierta a encontrar un equilibrio entre aquello que busca plasmar y el vehículo para llevarlo a cabo, siendo la polarización de algunos de sus personajes —en la que cae, en más de una ocasión, el protagonista— una de las vías mediante las que diseminar algunas de las claves del retrato realizado por el cineasta alemán. No obstante, ese retrato, trazado en más de una ocasión desde una vertiente psicológica —que se advierte, cada vez más, en el cinismo con que Herold afronta alguna de las situaciones que se le presentan—, se asienta como uno de los pilares del film, en especial debido a la medida interpretación de un Max Hubacher que, ante la falta de presencia, hace de su rostro el perfecto reflejo de la tenacidad con que el protagonista maneja todos y cada uno de los escollos que parecen negar su impostada condición.
El capitán apunta de nuevo a ese ‹Homo homini lupus› que reverbera en la imagen de un personaje cuyo objetivo esencial parece ser el de fortalecer su figura, pero que en realidad a ratos destila una ambigüedad ante la que es imposible extraer conclusiones. Algo que quizá se podría deducir de esa escena a modo de conclusión, pero que en casi ningún instante toma forma ante la extraña perspectiva que parece guiar sus decisiones. El último film de Robert Schwentke —que vuelve a su Alemania natal tras un paso no demasiado fructífero por Hollywood— alude de este modo a un inhumano y salvaje entorno —reforzado por una tan extraña como visceral banda sonora—, encontrando además el subterfugio necesario en un humor que surge de la forma más inesperada, y otorga dimensión propia a una obra que supone un nuevo e inevitable acercamiento a esos horrores capaces de sostenerse incluso en la mirada de un mero desertor.
Larga vida a la nueva carne.