Pueden observarse sobre todo dos rasgos que El capital humano comparte con esta serie de películas italianas más o menos exitosas de los últimos años. Como en los casos de La nostra vita, Viva la libertad o Calabria, se trata de una película de denuncia, que se propone radiografiar un determinado sector social. Y como en los casos de Gomorra, La gran belleza y nuevamente Calabria, al mismo tiempo es una película interesada en las formas, en explotar abiertamente su condición cinematográfica. Si los trabajos de Mateo Garrone y Francesco Munzi (Gomorra y Calabria) optaban por una puesta en escena hiperrealista pasada por el filtro de un montaje dinámico; mientras que Paolo Sorrentino (La gran belleza) apostaba por una planificación excesiva, visualmente deslumbrante y en un delicado equilibrio entre lo metafórico y lo literal, Paolo Virzi presenta un relato episódico haciendo uso del (hoy en día más que manido) “recurso Rashomon”: diversos puntos de vista (en este caso, tres más epílogo) de una misma historia, cuyos hechos varían en función de quien la cuente.
Pero así como en los casos de Gomorra y La gran belleza el fondo tenía un peso incontestable, en El capital humano Paolo Virzi hincha más de lo necesario el envoltorio. Un envoltorio que, es cierto, siempre se encuentra al servicio de una tesis, solo que de una forma tal vez demasiado evidente. Este pequeño lastre no impide que disfrutemos de determinados aciertos con los que sí cuenta la película. Están, por ejemplo, las brillantes interpretaciones de Valeria Bruni y Fabrizio Bentivoglio, en el papel de dos personajes cuya efectividad resulta de su ingenua (y ridícula) apariencia. Pero la sobrecarga de pretensiones del director hace que su credibilidad ande por la cuerda floja. Para entendernos, pensemos en los casos de Fargo o El sueño de Casandra. Son películas en que la práctica invisibilidad de las formas (alguien podría llamarlo realismo) contrasta con la excentridicad de los personajes, gracias a lo cual resultan creíbles.
Pero El capital humano no cuenta con esta transparencia, hecho que deja en tablas a Bentivoglio y Bruni en su batalla por alejar a Dino y Carla del estereotipo. Digo en tablas porque tampoco se trata de un absoluto fracaso: aun siendo un trabajo de pretensiones evidentes, su visionado se hace relativamente ligero. Estamos ante un producto claramente pensado para captar el interés del público, y hasta cierto punto (aunque perdiendo legitimidad) consigue su objetivo. Podríamos decir que lo que no logra por el camino intelectual lo logra por el camino del “cotillaeo”: si bien la seriedad del relato se ve afectada por un formato algo caprichoso, también consigue despertar cierta curiosidad (no me atrevo a decir interés) por el desenlace de los hechos. Es decir, como quien visiona un culebrón bien orquestado, podemos dejar de tomar en serio los acontecimientos para disfrutar de un espectáculo más o menos entretenido.
El problema está en que el director trata con demasiada frecuencia de recordarnos su verdadera intención: hablar con propiedad de temas en cierto modo trascendentes. Y el caso es que este objetivo, ahora sí, le queda pendiente. Especialmente teniendo en cuenta la clase de desenlace que nos plantea, que convierte la película en una suerte de juicio entre buenos y malos. Vamos, que nos encontramos ante una serie de pretensiones que no se corresponden con las formas. De ahí que ciertas concesiones que podrían funcionar en determinado tipo de película resulten molestas en la que nos ocupa (pienso en la secuencia del encuentro entre los dos personajes citados, en lo que será la resolución del tercer relato). Con lo que lo más probable es que una vez transcurridos los 109 minutos del metraje (muy llevaderos, también hay que decirlo) todo lo vivido permanezca en este lapso temporal.