Camila Rodríguez Triana se aferra a los elementos de la naturaleza confiando en que los ciclos de la vida se repitan. Durante unos minutos una mujer se mantiene junto a la puerta sin moverse, mientras su hija la llama desde el otro lado. Esta escena nos indica desde un primer momento un sosiego, un temor y un estatismo que marcará El canto del Auricanturi.
Podría parecer una nueva película rural, ajena a cualquier temporalidad, donde sus habitantes se mantienen anclados a unas costumbres, unos trabajos y unas rutinas clandestinas, sistemáticas, casi consideradas como aburridas, hasta que llega Rocío, la hija de Alba, y nos permite escuchar promesas vacías en audios de móvil y la posibilidad de una vida ajena como la que llevaba fuera del pueblo para consolidar un aquí, un ahora, que choca con esa frontera temporal que uno debe dejar de lado al volver a las raíces.
De asentar en la tierra los cimientos de la naturaleza nos quiere hablar su joven directora, que busca en esos momentos de intimidad donde se aproximan madre e hija un estímulo para comprender sus lazos y un futuro errático marcado por el pasado. En ocasiones las contemplamos solas, calladas, una madre aferrada a los traumas del pasado y las pérdidas culpables de una guerra en Colombia que amenaza constantemente con volver; una hija adaptándose a su sino más próximo, también como madre, que busca volver a conectar con su progenitora y tal vez olvidar sus problemas actuales. En ese silencio que le otorga a Alba y que rompe continuamente con los ruegos de Rocío por saber qué pasó con su madre esos años que permanecieron separadas es donde la directora desea reforzar la afectación del pasado y la relación entre ambas, siempre evocando, nunca narrando todo aquello que quieren compartir.
Camila Rodríguez Triana no se conforma con el drama familiar, puesto que afronta la figura masculina como una amenaza incluso cuando se disfraza de amistad. Es esta figura la que representa el miedo, la violencia y la continua amenaza de pagar por encontrarse a un bando u otro de una guerra que desconocemos y que presiona constantemente a aquellos que la vivieron. Lo vemos con las apariciones del patrón del pueblo, o esa forma en la que surgen de nuevo de la naturaleza objetos que conforman las fechorías de otros. Por otro lado forman parte del recuerdo, a través de retratos de hombres que desaparecieron también como consecuencia de la guerra, que reinan las paredes de hogares donde ya solo quedan mujeres.
Así descubrimos esa naturaleza como una aliada de estas mujeres, que compromete actos ajenos dejándolos a la vista, que avisa con ese canto que aún recuerda Rocío de su niñez llegado desde los árboles, donde quedan protegidas de miradas ajenas, y que une inesperadamente a madre e hija en el intento de mantener el cálido abrazo a un huevo de pájaro que trae consigo la madre de ese lugar donde permaneció tantos años.
Esa esencia de agua, tierra y aire condensa algunas imágenes de soledad y de proximidad que conviven con las mujeres del pueblo mientras, en cierto modo, se hace notable la pérdida con la que conviven, una especie de grito ahogado para mantener la memoria histórica de un lugar que no conoce la tranquilidad pese a que ellas hacen por mantenerla en todo momento.
El canto de Auricanturi se basa en lo esencial, en lo primario, para hablarnos de lazos irrompibles y de decisiones difíciles, de la posibilidad de repetir patrones y de segundas oportunidades, pero no necesita explicarlo con palabras, solo confía en que las imágenes sean capaces de ser tan explícitas como lo es el imaginario de Camila, que sabe evocar con lo mínimo esa necesidad de conectar con las raíces para entender el futuro, sin importar la oscuridad que le acompañe.