Escribía yo, el otro día, en referencia a El mundo del silencio (1956), que la película naufragaba a ojos de alguien sensible y delicado como el que suscribe, especialmente por su explícito «vandalismo» animal (¿a la postre constructivo?). Las recuerdo, mis palabras, porque se avecina una crítica similar.
El camino más largo para volver a casa no maltrata a ningún ser vivo, eso que quede claro, como mucho la espalda del actor protagonista (un más que correcto y creíble Borja Espinosa); sin embargo, determinados espectadores sentirán lástima por el perro que aparece y que durante el inicio del film será trasladado por el bípedo a una clínica veterinaria. Otros tantos ni siquiera entenderán una actitud humana que, durante ciertas partes de la trama, resulta bastante descabellada e inaceptable. Pacma. Elvis, el perro y Joel, el humano (¡Hora de aventuras!), viven un viaje paralelo, uno es la metáfora del otro. Mientras Elvis agoniza de hambre y sed, Joel lo hace de afecto y cariño. Casi se diría que el can es su ‹Daimonion›, y todos sabemos qué pasa cuando nosotros, los humanos, nos alejamos de ese trozo de nuestra alma que se muestra como animal; si le golpeas a él, es como si te golpearas a ti mismo, duele igual. En cualquier caso, o se entiende la alegoría al contemplar los actos llevados a cabo por Joel, o se abandona la película.
Cuando esto ocurre, la versatilidad técnica del director, el buen hacer de su actor o el nivel de la producción quedan en un segundo plano. Pienso, mientras la veo, en cómo le podría contar el argumento de El camino más largo para volver a casa a cualquier amigo o conocido, y en cuál sería su reacción, sobre todo. Pacma. No tengo ninguna duda, me dirían que pasan de verla, la mayoría. Y entonces pienso, otra vez (tuve un buen día), que la película merece la pena, que se nota el esfuerzo y que se vislumbra a un buen realizador de cine (este es su primer largometraje). Cuando acaba la película, intentas entender, pues la irracionalidad racional del personaje principal ha hecho que nos caiga mal; pasamos de compadecerle a odiarle, de odiarle a compadecerle y así durante gran parte de la historia. Pienso —estaba a tope ese día, está claro— que el director se puede estar arrepintiendo, a día de hoy, de haber usado un cánido para contar su intriga, pues al final la cinta es eso, un drama que crea sensaciones más cercanas al thriller, sin serlo en absoluto, pero que, más allá del animal a cuatro patas, juega con la baza del desconocimiento casi total de los antecedentes e incidentes acontecidos en la vida de Joel antes de nosotros conocerle, de ahí el misterio; todo se deja a la imaginación del público. Pienso necesitaba el animal, y un poco de agua, Joel, ¡maldita sea!
Le pregunté, a Sergi Pérez (el director de El camino más largo para volver a casa), a qué hacía referencia el título provisional que tuvo su obra —Els morts (Los muertos)— y me dijo que tenía que ver con James Joyce, pero que al final se arrepintió por sonar demasiado afectado; yo le dije que el guión me recordó, en cierto modo, a la llamada “Literatura Bartleby”, al vacío existencial, a esa forma de actuar contraria a la correcta, pero a sabiendas. Si me preguntaran, nada más terminarse, si recomendaría a otros ver El camino más largo para volver a casa, respondería que «preferiría no hacerlo»; si me preguntaran si Pérez tiene potencial para hacer grandes cosas, diría que sí, y así se lo deseo.
Mensaje importante: Esta reseña no incluye ningún mensaje subliminal y ha sido realizada bajo la supervisión del director de Cine maldito. Durante la redacción de la misma, ningún animal fue dañado, aunque tuve que rellenarle el bol de comida al gato y mirar cómo come, ya que si no le miro, no come. Una persona sin ‹Daimonion› equivale a un ser sin alma, y yo prefiero ver cómo se alimenta.